Puede que Diane pensara que aquel hombre callado y sin ninguna pretensión de ser famoso podía captar la belleza que ella era incapaz de ver en su persona. Quizá él fuera el camino para reconciliarse consigo misma, para mostrar una imagen que ella se veía incapaz de atrapar en un autorretrato. Quizá la sutileza de Leiter, su sensibilidad para lo bello y lo delicado, su alma de pintor, pudieran captar de una vez por todas a la «verdadera» Diane Arbus.

Y quizá, solo quizá, ese fuera el camino para poder verse y reconocerse a sí misma a través de su propia imagen y no a través de la de los demás, de sus retratados, de mirarlos a ellos como un posible reflejo de sí misma, que era lo que básicamente había hecho hasta entonces.

¿Lo consiguió Leiter, un amante de la belleza más canónica y clásica, de lo sereno y apacible? Yo diría que sí, pero no del modo en el que Diane esperaba.

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Diane Arbus, 1970. Foto: Saul Leiter.

Aunque pueda parecer extraño, Saul Leiter y Diane Arbus tuvieron una relación bastante estrecha. No eran amantes, ni nada parecido, eran vecinos. Leiter vivía muy cerca de Arbus, al cruzar la calle, con su compañera, la artista Soames Bantry, y no era extraño que Diane los visitara o que ellos acudieran al pequeño apartamento de la fotógrafa.

A Leiter, el piso en el que Diane vivía le resultaba oscuro y deprimente. Solía decir que le recordaba a una cueva. La cercanía hizo que Soames se convirtiera muchas veces en confidente de Diane. Sin embargo, y según cuenta el propio Leiter, aquellas conversaciones poco o nada tenían de banales. La propia Soames le dijo una vez, sin revelar su contenido, que si hubiera oído alguna de las historias que Diane le contaba se le hubieran puesto «los pelos de punta».

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Saul Leiter y Soames Bantry. Foto: Alan Porter.

En enero de 1970, año y medio antes de su suicidio, Diane Arbus abandonó su oscuro y pequeño apartamento en Charles Street para mudarse a un loft que estaba a tres manzanas de distancia. Allí decía sentir una «felicidad hogareña» que no había experimentado hasta entonces.

Fue en esa época cuando Arbus pidió a Saul Leiter que le hiciera un retrato alegando que, estando él al otro lado de la cámara, no se sentiría tan amenazada. A Leiter la propuesta le sorprendió, y mucho, pero aceptó porque le pareció que podía resultar divertido: al fin y al cabo, lo que tenía delante era la oportunidad de hacer un retrato a Diane Arbus, una de las mejores, si no la mejor, retratistas de la historia; y la más personal de todas.

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Foto: Diane Arbus.

Además, la colaboración entre ambos maestros de la fotografía era más que curiosa. Leiter buscaba siempre la belleza; Diane también, pero la veía allá donde al resto de la gente le resultaba imperceptible:

Ella tenía un gusto por lo desagradable, tenía un don para ignorar la belleza que había en el mundo, decía Leiter.

Fotógrafo y retratada eran por tanto, y pese a su amistad, muy distintos. Lo que a Leiter le parecía feo o desagradable, a Arbus le parecía real, honesto y auténtico.

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Foto: Diane Arbus

El día en el que la retrató, Leiter fue a casa de Diane y le pidió que se colocara justo delante del collage de fotos que adornaba una de las paredes de su apartamento. Miró por el visor de su cámara y se dio cuenta de que tenía delante una biografía visual de Diane Arbus y de su obra. Todo en un solo encuadre. Todo en una sola foto.

Diane era una fotógrafa que convivía con sus fotos a todas horas. Por las noches, cuando sus hijas dormían, revisaba sus contactos y pegaba las que le gustaban en las paredes de su habitación y en el corcho que tenía justo al lado de su cama. Entre esas fotos acostumbraba a intercalar también imágenes de pintores y de otros fotógrafos.

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Detalle de los contactos de la sesión de Leiter con Arbus.

Creía firmemente que así, compartiendo su espacio más íntimo con las fotografías, su relación con ellas, su capacidad de penetrar en sus personajes y su influjo se volverían más intensos.

En la pared había fotos de muchas cosas raras. Si quería hacer un retrato de Arbus, ese era el encuadre, todo estaba ahí, dijo Leiter al recordar la escena.

Todo… hasta lo que Diane no quería que se viera. O no soportaba de sí misma: su propia imagen. En el momento en el que Leiter la fotografió, Diane Arbus tenía 48 años, y le costaba aceptar las huellas físicas del lógico paso del tiempo. Su íntima amiga Patti Hill recuerda que «odiaba envejecer, le resultaba muy duro. Una vez bromeé con ella diciéndole que ambas nos estábamos convirtiendo en mujeres de mediana edad, y lo raro que eso nos resultaba. Le dije que podíamos decir tranquilamente que éramos ‘damas de mediana edad’, a lo que ella me respondió, ofendida, que no lo era».

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Diane Arbus, 1969. Foto: Mary Ellen Mark.

Diane reconoció más de una vez, como muchos otros fotógrafos, que no le gustaba que le hicieran fotos, que se sentía estremecer cuando se veía expuesta al ojo de una cámara, un elemento que, como ella bien sabía, podía resultar tan despiadado como directo.

La lente es algo frío y duro, y nos somete a un escrutinio extra, diferente al que nos sometemos unos a otros. Creo que es muy doloroso estar bajo ese tipo de escrutinio. Odio ver fotos de mí misma. No me refiero a si son buenas o malas. Me refiero a que… no me gusta. Nuestro físico es como una señal que es un misterio para nosotros mismos, una señal que está dirigida a los demás.

Así, por ejemplo, Arbus estaba completamente en contra de enseñar a los sujetos los retratos que ella hacía. Intentaba evitarlo siempre que podía porque creía firmemente que nuestro físico era algo que pertenecía al mundo, un lenguaje para comunicarse con nuestro exterior, y no algo que tuviéramos que observar, codificar e interpretar nosotros mismos.

Para Diane, las cosas, para merecer ser fotografiadas, no tenían que ser hermosas, solo interesantes.

Lo que intento describir es que es imposible salir de tu piel y meterte en la de otro, que la tragedia del otro no es igual a la tuya.

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Foto: Diane Arbus

La fama fue una de esas tragedias, al menos Arbus la vivió así, como algo que deseaba, y necesitaba, pero también como una amenaza a la integridad y espíritu de su propio trabajo. A la forma en que tenía de acercarse a la gente, de integrarse en sus vidas, de conectar con sus miedos, sueños y de percibir dignidad humana donde muchos otros eran incapaces de verla. Arbus desafió la convención profundamente arraigada de que lo bello es digno y lo digno bello, solo por el mero hecho de serlo (o, incluso, de parecerlo). Escandalizó, pero también abrió los ojos a mucha gente.

Pero era insegura, como muchos artistas, y necesitaba aceptación y reconocimiento para afirmar la valía de su obra y, sobre todo, y esto era lo peligroso, su propia valía como artista y como persona. «Su necesidad de reconocimiento era tan fuerte como su sensación de no merecerlo», afirma su biógrafo Arthur Lubow en ‘Diane Arbus, portrait of a photographer’. Y eso, la aceptación y el reconocimiento, solo podía venir de una forma: de la mano de la fama.

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Diane Arbus. Foto: Stephen A. Frank.

«Estaba desesperada por ser famosa, toda su vida era ser famosa», dijo una vez Leiter cuando le preguntaron por Arbus. Así, a nadie sorprenderá saber que, durante los dos meses que duró la exposición New Documents en el Moma (una muestra histórica comisariada por John Szarkowsky y en la que Diane expuso sus fotografías junto a Garry Winogrand y Lee Friedlander) Diane acudía al museo día sí y día también, camuflada entre el público, para poder escuchar de primera mano los comentarios que la gente hacía cuando se ponían frente a sus fotografías.

Cuentan, incluso, que Diane reaccionaba de forma airada y visceral cuando alguien criticaba sus imágenes por creer que ridiculizaba a personas indefensas.

Lo cierto es que la exposición fue un gran éxito y las fotografías de Arbus acapararon toda la atención. Los críticos y la prensa hablaban del trabajo de Diane, lo elogiaban, mientras que Winogrand y Friedlander quedaron en segundo plano.

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Garry Winogrand y Diane Arbus, en 1967.

El éxito aumentó la frágil autoestima de Diane, pero el efecto no duró mucho tiempo. Un mes después de que se clausurara la exposición, su entorno más íntimo ya percibía los primeros signos de otro de sus bajones emocionales. 

Empezó a temer que ese éxito la encasillara, que las revistas solo le encargaran fotografiar a gente excéntrica, que su cara se hiciera famosa y que eso le hiciera más difícil acercarse a las personas sin levantar sospechas o suspicacias.

La obsesión de Arbus, más que la fama, fue siempre ser capaz de mostrar la esencia de la persona, y para ello la fotografía debía excluir todo lo que era extraño a ella.

Lo que queda tras desembarazarte de todo aquello que no eres, es lo que eres. Todos tenemos una identidad, no podemos evitarlo. Es lo que queda cuando te deshaces de lo demás.

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Diane Arbus. Foto: Tod Papageorge.

Saul Leiter captó esa esencia en el retrato de Arbus. La artista rodeada de su obra, delgada, casi consumida (arrastraba los efectos de una hepatitis), con mirada triste y gesto ausente; su cuerpo está ahí, apoyado en la pared llena de fotos, sus fotos, pero su mente parece estar a miles de kilómetros de ese lugar.

Pero ni aspecto ni sus palabras diciendo que ya no encontraba gratificación en la fotografía o que no tenía miedo a morir «sino a no morir» alarmaron excesivamente a Leiter o a sus amigos. Los vaivenes emocionales eran una constante en la vida de Diane, también en la de sus hermanos, el poeta Howard Nemerov, el mayor; y René, la menor. Su madre Gertrude también pasó por largos períodos depresivos. Es a ella a quien Diane llama varias veces en las últimas semanas para intentar averiguar cómo salir del pozo. Jamás se llevaron bien.

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Diane Arbus, 1971. Foto: Eva Rubinstein.

Arbus renegaba de sus orígenes acomodados, de esa aristocracia financiera a la que pertenecía su familia y en la que ella creció, en un mundo en el que las apariencias y la hipocresía social lo eran todo. Eso, para ella, no era una verdadera aristocracia, sino un grupo de almas vacías intentando aparentar una imagen falsa y construida de sí mismos, algo repugnante y triste a la vez, temerosos siempre de perder su posición y su reputación.

La mayoría de la gente vive con el temor de que, en algún momento de sus vidas, van a tener que enfrentarse a una gran experiencia traumática. Los que ellos llaman frikis (y a los que ella tanto admiraba y fotografiaba) nacen ya en una situación traumática. Saben que nada peor o más horrible puede pasarles, así que no tienen que ir por la vida temiéndole a nada, lo horrible ya les ha pasado. Han pasado la prueba. Son los verdaderos aristócratas de la vida.

 

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Diane Arbus, 1971. Foto: Eva Rubinstein.

El retrato que tomó Saul Leiter no fue el último que le hicieron a Arbus. Su colaboradora Eva Rubinstein le hizo varias fotos pocas semanas antes de que Diane se suicidara. La propia Diane le había encargado la tarea de fotografiar algo o alguien que nunca hubiera fotografiado, o que le diera miedo o la intimidara. Rubinstein eligió a la propia Arbus, a la que hizo varias fotografías. Llaman la atención dos de ellas. En una Arbus aparece de pié, ensimismada, sujetando una taza entre sus manos, casi parece aferrarse a ella. Es una imagen diferente, pero no deja de parecer impostada, un intento de hacer pasar un posado por un «instante robado» en la vida de Diane Arbus.

Pero es la segunda foto la que más llama la atención. Rubinstein sentó a Arbus en una especie de silla-trono con algunas fotografías de fondo. La imagen resulta demasiado forzada, parece reírse de Diane retratándola como si fuera una vieja reina en horas bajas; en su mirada hay hastío y su postura carece de naturalidad. Nada que ver con la sensibilidad, la sutil metáfora y la fuerza del retrato de Saul Leiter. La Diane Arbus de Leiter irradia dolor de una forma honesta y sincera, y eso la hace mucho más enigmática, más sangrante, más primaria. La de Rubinstein es un posado artificioso, casi una caricatura, de una mujer igual de rota.

A través del ojo de Leiter, Diane Arbus provoca empatía, pero conserva toda su dignidad; bajo el ojo de Rubinstein provoca lástima. Esa es la gran diferencia entre ambos retratos.

De lo que no hay duda es que Diane Arbus caminó en el filo durante muchas veces en su vida. Vivió atormentada, como muchos otros, pero se vio también atrapada entre grandes dicotomías que derivaron en agotadoras luchas internas: sus orígenes acomodados, donde no se sentía a gusto, frente al mundo de los marginados o frikis que tanto la atraía y con los que sentía una fuerte conexión; su necesidad de reconocimiento y las grandes dudas que éste, cuando llegaba, sembraba en ella y en su verdadera valía como artista.

Quizá, además de Leiter en su magnífico retrato, quien mejor definió a Diane Arbus fue su hermano mayor, el poeta Howard Nemerov, en un poema que publicó meses después de que Diane se quitara la vida:

Cariño, me pregunto sin antes del final

pensaste alguna vez en un juego de niños

-al que seguro que tú también jugaste- en el que

corrías sobre el estrecho muro de un jardín

imaginándote que era un precipicio,

una oscuridad nevosa que se precipitaba

por ambos lados, hacia las invisibles profundidades

Y cuando sentías que perdías el equilibrio

saltabas por miedo a caer, y pensabas

por un instante: justo ahora, es ahora cuando muero.

De eso hace una eternidad. Ahora ya no estás,

ya no jugarás a ese juego de adultos

en el que sobre la oscuridad y al borde del precipicio

sigues corriendo sin mirar abajo

y donde nunca saltas por miedo a caer.

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Diane Arbus. Foto: Tod Papageorge.

Muchos quieren ver en el retrato de Leiter, y más si cabe en el de Rubinstein, más cercano a la fecha de su suicidio, un aviso, una señal o un preludio de que Diane pensaba quitarse la vida. La pregunta es si es realmente necesario buscar respuestas en esas fotos, y, más concretamente, si es justo para con la propia imagen. Seguramente esa búsqueda resulte demasiado pretenciosa, y también inútil, y no haga más que cegarnos y limitar nuestra propia mirada, no solo sobre el retrato que le hizo Leiter, sino sobre su propia obra.

Curiosamente, la propia Diane dijo una vez que hubiera deseado poder captar el rastro del suicidio en las caras de Marilyn Monroe y Ernst Hemingway. «Estaba allí. El suicidio estaba allí», decía Arbus. Si el suicidio estaba o no allí, en la mente y la mirada de Arbus cuando Leiter y Rubinstein la retrataron es algo que nunca sabremos porque, si algo tiene un buen retrato, es que no revela misterios, sino que los crea, y por eso los buenos retratos son aquellos que acaban por atrapar toda nuestra atención.

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Hoja de contactos completa de la sesión de Saul Leiter con Diane Arbus.

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