‘End Time City‘ son las tres palabras mágicas en la biografía de Michael Ackerman, el nombre de la exposición que lo convirtió en un fotógrafo de culto. Ackerman sorprendió a todos con una visión personalísima de la ciudad india de Benarés, una de las más antiguas y fotografiadas del mundo.
La Benarés de Ackerman sigue siendo una ciudad sagrada, pero se muestra bajo una estética y una mirada únicas, totalmente alejada de los estereotipos y clichés habituales. Benarés es el lugar perfecto para retratar las propias obsesiones del fotógrafo: la vida, la muerte y cómo estas conviven en dimensiones que se entrelazan y que, por momentos, llegan a confundirse.
Ackerman callejea por la ciudad y convierte su paseo en una experiencia onírica en el marco de una urbe considerada santa. Las miradas de los transeúntes no son inocentes, parecen conocer secretos que nos afectan directamente pero que ignoramos o pretendemos ignorar. En su viaje hay decadencia, misterio, muerte y resurrección.
Tuve una conexión brutal, sincera y visceral con la ciudad. Casi todas las noches que pasé en Benarés me iba a dormir profundamente desesperado por despertarme y tener otra oportunidad de absorber lo que allí había y conectar con ello.
La ciudad de Benarés es una mezcla intensa de cuento de hadas y pesadilla. Es un lugar profundamente sagrado para la gente y todos los días se acercan allí cientos, miles de personas. Es una peregrinación sin fin. Al mismo tiempo, es un lugar muy oscuro donde la muerte siempre está presente. Hay en ella una especie de caos poético, una hermosa urgencia.
Benarés y ‘End Time City’ son solo el primer paso hacia la particular y personalísima mirada de Michael Ackerman. El libro, del mismo nombre, se publicó en 1999. Después vendrían ‘Fiction‘, en 2001, y ‘Half Life‘, en 2010. Este último es quizá su trabajo más contundente, difícil y rabiosamente personal, sujeto a múltiples interpretaciones, pero en el que puede adivinarse una especie de crónica del cansancio vital, de la crueldad del paso del tiempo (una de las grandes obsesiones del fotógrafo), un desfile de almas viejas atormentadas por viejos temores. El miedo a lo perecedero, a lo que nos impulsa pero se apaga, a lo que queda después, si es que queda algo. El libro es una puerta al abismo del binomio vida/muerte, una mirada oscura y difícil, porque duele.
Y es que Michael Ackerman no es un fotógrafo fácil. No lo es porque su trabajo nos enfrenta a nuestros mayores temores, a aquellos que llevamos ocultos y que emergen, la mayoría de las veces, cuando estamos solos o cuando cae la noche: la oscuridad, lo desconocido, el desasosiego, la muerte, la violencia, las presencias fantasmagóricas, las ausencias, el vacío… Pocos han conseguido reflejarlos y trasmitirlos como él. Pocos, muy pocos fotógrafos son capaces de golpearte como lo hace Ackerman, ahí donde duele, ahí donde ocultamos nuestras heridas y temores, ahí donde nos asaltan las preguntas y nuestros miedos más primarios. Ahí donde nuestro (auto)control se diluye. Y es en ese límite tan difuso y complicado de ver donde un fotógrafo traspasa el umbral que separa al cazador de imágenes, al contador de historias, del artista capaz de enfrentarte a ti, observador, con tu lado más vulnerable, desconocido y perturbador.
Ackerman te sacude el alma, pero al mismo tiempo te fascina y te atrapa en un mundo del que quieres huir, pero que no puedes dejar de mirar. Es hipnótico a la vez que inquietante, oscuro a la vez que explícito, metafórico a la vez que directo. El universo de Ackerman es un laberinto, a veces claustrofóbico, otras adictivo, en el que intentar escapar es adentrarse más en uno mismo, y en el que las preguntas no generan respuestas, sino más preguntas. No hay respuestas porque no hay salida, ni descanso, ni paz; solo nuevos recovecos a los que nos asomamos con tanta curiosidad como reparo, e incluso, a veces, aprensión.
Pero, ¿cómo es posible crear un discurso visual que reinterprete la realidad de forma tan personal y que rompa las defensas del público de manera tan apabullante?
La obra de Michael Ackerman es una personalísima combinación de documentalismo y autobiografía, una mirada hacia el interior del fotógrafo, un hombre que se muestra a través de la interpretación de lo que ve en el exterior. Su estética oscura, desenfocada y con un grano exagerado, casi agresivo, convierte el mundo en una alucinación, un universo paralelo que existe solo dentro de nosotros, pero que se proyecta en lo que vemos y en cómo lo vemos, y, sobre todo, en aquello que tememos y en cómo lo tememos.
El trabajo de Ackerman es la consecuencia de ir más allá del documentalismo tradicional, algo que, en su caso, más que una opción es una necesidad. No hay otra forma de proyectar miedos que nos son comunes pero que vivimos como particulares, de batallas (de vida, de muerte) que libramos a solas, y de las que muchas veces nos avergonzamos.
Mirar la obra de Ackerman es sentirse desnudo, no de una forma física, sino psicológica, y ese desnudo es, sin duda, el que más nos inquieta, el que más frío nos hace sentir, el que nos muestra, en definitiva, tal y como verdaderamente somos: seres incómodamente vulnerables. Es el desnudo que a nadie gusta, sobre todo cuando lo provoca otra persona, de improviso, cuando con sus imágenes acierta a captar aquello a lo que nos cuesta poner palabras, aquello a lo que solo los sueños, o las pesadillas, son capaces de expresar en imágenes. Hasta que un día… un día te encuentras frente a las fotos de Michael Ackerman.
Los seres atrapados en las imágenes de Ackerman parecen almas despojadas de toda humanidad, muertos en vida vagando por un mundo frío, oscuro, hostil, podría decirse que post-apocalíptico, pero a los que la muerte no ha librado del sufrimiento, sino que, al contrario, se lo ha acentuado.
Este fotógrafo nacido en Israel pero criado en Estados Unidos explora y explota hasta el límite los recursos de la fotografía en blanco y negro. Las sombras, los fuertes contrastes, el desenfoque, la trepidación… son la combinación mágica con la que el ojo y la mente de Ackerman nos muestran, para nuestra sorpresa, nuestro propio subconsciente, la otra cara de aquellos a los que retrata… Y la de aquellos que miramos sus fotos.
El autorretrato es otro de sus recursos. Ackerman no huye de sus propios fantasmas, los atrapa y los muestra usando como recurso su propia imagen para hacernos entender que los fantasmas del otro, sus miedos y sus monstruos no son sino parte del mismo abismo al que todos nos asomamos tarde o temprano. La oscuridad es siempre la misma en todas partes, lo que cambia es nuestra forma de mirarla y de enfrentarnos a ella. Esa es la moraleja del trabajo de Ackerman.
No me gusta describir mi trabajo, pero creo que podría definirse como documentalismo de tipo personal. Nace de la vida real, pero es absolutamente subjetivo. Uso cámaras pequeñas y fáciles de usar. El revelado es crucial para mí y trabajo muy duro en ello. Aún hoy me encanta estar en el cuarto oscuro, aunque sea un trabajo solitario y la mayor parte del tiempo no obtenga el resultado que quiero.
Vine a Estados Unidos con siete años. Nunca me sentí cómodo, no me sentía en casa. Tenía problemas con el idioma, así que me sentía todo el rato como un forastero. Y sucede que la fotografía casa muy bien con ese sentimiento porque puedes esconderte tras la cámara y acercarte a la gente de una forma que sin la cámara no podrías.
Si te cuesta acercarte a la gente, la cámara es una buena excusa.
Cuando tenía 18 años y estaba en la universidad, me uní a un club de fotografía para estudiantes y aprendí lo básico fijándome en los más veteranos. Enseguida me obsesioné con la fotografía y ya no pude concentrarme en mis estudios. En clase no prestaba atención, solo esperaba a que terminara para poder salir a tomar fotos. Es algo de lo que ahora me arrepiento, pero era demasiado joven e inmaduro para aprender a esa edad. La fotografía despertó mi curiosidad por el mundo.
Cuando estoy fotografiando me siento muy conectado con lo que fotografío, y eso me hace sentirme más vivo en ese momento. Es un sentimiento persistente. Vivir es algo diferente al mero hecho de existir; tal vez sea la pasión, el amor, creer realmente en algo que sabes que es verdad. También tiene que ver con poder aprender, evolucionar. Con no estar estancado.
La fotografía que lo explica todo es una fotografía muerta, la que está viva es aquella que cuestiona, que crea preguntas.
No creo que la fotografía sea una forma de alcanzar la inmortalidad. Por supuesto que no. Pero es una forma de guardar, de conservar cosas, de aferrarme a lo que me importa. Es una forma de preservación.
Tampoco creo que la fotografía sustituya a la memoria, como tampoco lo hace la escritura. Las fotografías son transformaciones de la memoria, de la experiencia. Así que no creo que fotografiar a alguien te permita recordarlo mejor.
Lo cierto es que tengo una relación conflictiva con el tiempo, no me siento nada cómodo con él. Estoy tan obsesionado con el paso del tiempo que eso puede llegar a ser paralizante. Pienso demasiado en ello y hago muy poco al respecto. Pierdo mucho tiempo pensando en ello.
Los lugares y las personas que fotografío tienen algo en común; que son misteriosos. También son impredecibles, vulnerables, generosos y necesariamente imperfectos.
Muchas veces me pasa que veo a alguien y esa persona me intriga, siento el deseo de fotografiarla, pero no sé cómo, no sé cómo hacer que su cara sea más interesante. No se trata de hacer solo un retrato. Se necesita tiempo, persistencia, convicción y suerte para ir más allá de la superficie. Necesito que la gente que fotografío me ofrezca una forma de entrar. Por eso digo que son generosos y valientes. Y también yo necesito ser valiente para aceptar lo que me ofrecen. Y lo cierto es que a menudo no lo soy.
A veces sigo a alguien que me fascina o espero a que salgan del metro antes de acercarme a ellos porque soy demasiado tímido para abordarlos delante de otras personas, y tampoco quiero hacer que se sientan incómodos. La mayor parte del tiempo me convenzo a mí mismo para no acercarme. Me alejo. Tengo miedo, me digo a mí mismo que no funcionará, que el sujeto no es lo suficientemente bueno. Son las típicas racionalizaciones que usamos cuando queremos evitar algo y huir la confrontación. Pero otras veces me lanzo, voy a por ello y funciona.
La fotografía es un proceso de descubrimiento y revelación. Necesitas hacer fotos porque esas fotos te llevan a la siguiente, te enseñan lo que buscas, te dicen cosas sobre las personas que te llaman la atención y te conmueven.
Hay algunas personas que he conocido de pasada y que después he tenido que fotografiar varias veces porque la primera vez no he podido sacarles lo que sé que tienen dentro, lo que tienen para mostrar. También me sucede cuando alguien tiene un gran influjo en mí, en esas ocasiones también siento que necesito fotografiarlo, da igual que sea un extraño o una amiga, o mi hija, la fascinación generalmente no desaparece. Siento que puedo fotografiarlos eternamente.
Por ejemplo, hay un conjunto de imágenes de una mujer que conocí en la calle, en Harlem. Es un lugar muy intenso y, a menudo, hostil para a un chico blanco con una cámara. Voy allí a menudo cuando estoy en Nueva York, pero no es fácil acercarse y que confíen en ti. Vi a esta mujer que tenía aires de bruja. Sentí que ella estaba de buen talante. Comencé a hablar con ella y después de un tiempo me invitó a su casa. Las fotos las hice la tercera vez que la vi en la calle y me fui a casa con ella. Estaba tan relajada que se durmió.
Mi mujer y mi hija aparecen en algunas de mis fotos. Para mí, la mayoría de las veces no hay nada diferente en fotografiarlas a ellas. Mi hija tiene una imagen que es poderosa y vulnerable. Creo que las fotos que le he hecho a ella y a mi mujer tratan sobre las mismas cosas, hacen las mismas preguntas que el resto de mi trabajo. Pero sí hay algo que es diferente. Estas fotos tratan más directamente sobre mí, sobre mis miedos y mi amor por ellas.
Eso sí, cuando se trata de ellas tengo que decidir qué puedo y qué no puedo mostrar. Algunas fotos están demasiado en el límite y ese límite es diferente para cada persona. Para su madre, todas las fotos son muy vulnerables, sensibles. Tengo que creer que lo que muestro está bien, que es lo correcto, y que es importante.
Por ejemplo, hay una foto de mi hija con la que tengo problemas (Garden 2016). Es una imagen muy simple y no es lo suficientemente buena como para funcionar por sí misma. No trasciende. Si la incluyera en mi trabajo, sería un pequeño fragmento en una historia. Pero esta imagen me resulta dolorosa. Y probablemente solo me suceda a mí. Está más relacionada al miedo y la fragilidad que siento al ser padre que otras fotos que he hecho de ella, fotos que son mejores, más dramáticas y más bellas.
Con los errores es con lo que se aprende. Los errores rompen las cómodas barreras de las que nos rodeamos: las reglas, la forma correcta, segura y aburrida de hacer las cosas. Cuando estás en un proceso de búsqueda, nunca dejas de cometer errores.
Muchas de sus fotos, de tan movidas, oscuras e indescifrables, parecen eso, errores, pero nada más lejos de la realidad. Son la clave del lenguaje de Ackerman, la forma en la que habla al observador de tú a tú y le arrastra a ese universo tan personal y a la vez tan común a todos y cada uno de nosotros: el de nuestras sombras, miedos y temores infantiles que han crecido con nosotros hasta convertirse en pesadillas adultas.
Michael Ackerman tiene el poder y la habilidad para tomarnos de la mano y hacer que lo sigamos, reticentes y temerosos al principio, pero vencidos y arrastrados por la curiosidad al mismo tiempo, por esa necesidad imperante que tenemos de asomarnos a nuestro interior para intentar conocernos y entendernos mejor. Con nuestras luces y nuestras sombras, con esos miedos sin los que no podemos vivir, porque es de ellos de donde, al fin y al cabo, sacamos el valor, la energía y la determinación para seguir adelante.
Ackerman es el Caronte que nos hace cruzar al otro lado, nos permite asomarnos a la otra orilla, pero con un billete de vuelta al mundo de los vivos.
Leire, este artículo es extraordinario, gracias por ello. No conocía a este fotógrafo, y estoy francamente impresionado. Pocos sitios como este blog para realmente aprender lo que hay más allá de la mera técnica fotográfica, es decir, lo que la fotografía tiene de Arte. Gracias y saludos…!!!
Gracias a ti por tu comentario, Ramón! Con palabras como las tuyas es imposible perder la motivación para escribir. Estoy encantada de que disfrutes tanto con el blog. Un abrazo! 🙂
Un trabajo bellamente perturbador
«Bellamente turbador», sí señor, qué buena definición. Gracias, Daniel!
Otro artículo estupendo, muchas gracias.
Muchísimas gracias!
Estás haciendo un trabajo excelente Leire! Enhorabuena y gracias por compartirlo!
Muchísimas gracias!!! 🙂
Gracias Leire por estos artículos tan simples e interesantes, te introducen fácilmente al mundo de este fotógrafo que no conocía y me dejó pensando mucho sobre mi trabajo ya que también hago fotografía y busco dar el siguiente paso en mi creatividad, artículos como los tuyos ayudan muchísimo a este proceso. Saludos desde México.
Me alegro de que te haya gustado el artículo, Marco Antonio. Muchísimas gracias por hacérmelo saber!
Leire
¡Maravilloso post, Leire! He llegado a él de casualidad, y cuanto me alegro de haberlo hecho. Gracias.
Muchas gracias, Rey!
Experiencia a la espiritualidad visua, el maestro Ackerman pone en aprietos al lector, al contemplador… exige una profunda concentración y caminar entre sus imágenes nos aleja de la acostumbrada nitidez…
como lector nos pide paciencia
Muy bien expresado, Víctor!
No conocía a Ackerman, gracias x tu post!! muy bello
Me alegro de que lo hayas descubierto 🙂