El nombre de Sally Mann está inevitablemente ligado a la que es su obra más conocida, ‘Immediate Family’, el diario visual que construyó fotografiando durante años y con cámara de gran formato a sus tres hijos, Jesse, Emmet y Virginia, en su casa familiar de Lexington.
En un post titulado ‘Immendiate Family de Sally Mann: el libro y la polémica que casi destrozan a su familia’, aquel proyecto, además de encumbrar a la fotógrafa de Virginia, tuvo un hondo y casi devastador efecto en su vida familiar, debido a la incomprensión y a las interpretaciones retorcidas que algunos hicieron de aquellas imágenes.
Pero Mann había apuntado ya maneras en lo que respecta a su talento fotográfico con otro libro, previo a ‘Immediate Family’, titulado ‘At Twelve’ (A los doce), una pequeña joya publicada cuatro años antes, en 1988, y que sirvió como carta de presentación de una fotógrafa diferente, con una estética y un lenguaje muy personales. Este libro en el que Sally Mann retrata a niñas de 12 años tiene un corte más estrictamente documental que ‘Immediate Family’ y, en un primer vistazo, parece menos intimista. Sin embargo, basta pasar unas pocas páginas para darse cuenta de que hay algo muy personal y profundo en esta obra, pese a que el objetivo de Mann no apunta aquí a su propia familia.
Emmet Gowin, quizá el fotógrafo norteamericano que mejor ha retratado la intimidad familiar junto a la propia Sally Mann, fue uno de los primeros que vio el potencial de este trabajo:
Sea cual sea la palabra correcta, tus fotografías de las niñas de 12 años son fascinantes, y al mismo tiempo me producen una ternura que está ligada a la emoción y la memoria… En mi opinión, estas son algunas de las mejores fotografías que se ha hecho en este campo.
‘At Twelve’ es un revelador retrato de varias adolescentes de 12 años que están en ese momento vital en el que el alma y el cuerpo parecen deambular entre dos existencias: la niña que ya no son y la adulta que más tarde serán. Mann intenta captar con su cámara esas dudas vitales y contradicciones típicas de un momento de cambio inevitable y necesariamente turbador: una auténtica revolución física y emocional que, muchas veces, provocan que una se sienta una extraña en su cuerpo y en su mente, incomprendida por unos padres y una familia que siguen viéndote y tratándote como la niña que no eres, y un entorno social en el que debes encajar y que, en el que las miradas comprensivas se han transformado en escrutadoras, y que en lugar de acogerte y aceptarte de forma incondicional, te exige, te juzga y te pone a prueba constantemente.
El libro consta de 35 retratos en blanco y negro, de los que un puñado de ellos van acompañados de textos escritos por la propia Sally Mann, y en los que cuenta sus sentimientos e impresiones sobre esas adolescentes, algún detalle sobre el momento en el que hizo la foto, o incluso pasajes significativos de la vida de las jóvenes. Historias de embarazos precoces, maltrato o acoso sexual conviven con otras más livianas sobre esperanzas y sueños adolescentes, las ganas de convertirse en mujer o el deseo de mostrarse fuertes, seguras de sí mismas y adultas.
Qué mirada escrutadora y sabia en los ojos de una niña de doce años … es una mirada de alguien que está en guardia, pero sin engaño. La viva imagen de la contradicción: tímida y ambivalente por un lado, y directa e impaciente por otro; mitad desparpajo, mitad mueca. Me desarma por ese enorme sentido de su atractivo y por su actitud provocativa ante la cámara. Parece imposible, ella es ingenua y sofisticada a la vez: una niña y, al mismo tiempo, una mujer.
«Estas chicas todavía existen en un mundo inocente en el que una pose es solo una pose; lo que los adultos hacen de esa pose puede ser el problema«, afirma la escritora Ann Beattie en el magnífico texto que sirve de introducción al libro y que lleva por título ‘We are their mirror, they are ours’ (Nosotras somos su espejo, ellas son el nuestro). Y es que, cuando miramos las fotos de Mann, creemos estar mirándolas a ellas, a las adolescentes, pero en realidad son ellas las que nos miran a nosotros.
Lewis Carroll escribió que una chica de 12 años es aquella sobre la que no ha caído aún la sombra del pecado, pero que sí ha sido alcanzada por «alguna ligera sombra de dolor».
Como sucede con tantas otras, la vida de esta chica se ha visto afectada por algo más que un mero remanente de la pena. La foto de ella con su padre resultó ser turbadoramente profética: los misteriosos ojos de ella, como presintiendo algo.
Continuamente me encuentro con niñas como ella que, a pesar de la actitud protectora de sus padres y de la propia sociedad, han empezado ya a notar sobre sus hombros el peso de la realidad adulta.
Una de las principales diferencias de este libro con el posterior ‘Immediate Family’ es que, en este caso, todas las fotos son claramente posadas. Apenas hay imágenes en las que se vislumbran cierto grado de instantaneidad. En la inmensa mayoría de ellas, las adolescentes miran directamente a cámara, hay una frontalidad muy clara y muy definida, un doble tú a tú entre retratada y fotógrafa y entre retratada y espectador. En aquellas en las que no hay un contacto visual (son apenas un puñado de fotos) es el cuerpo o un gesto en concreto el que nos interpela.
Enseñándome cómo el novio de su madre simuló ahorcarse en el jardín trasero.
Mann fotografía a unas muchachas cuya edad les hace pasar por cambios y crisis identitarias que podemos considerar universales y lo hace desde la cercanía física y emocional. Es eso, precisamente, lo que dota a este trabajo de una «intimidad» diferente a la ‘Immediate Family’, las niñas no son sus hijas, ni siquiera son miembros de su familia, pero Mann está, en el fondo, mirándose a sí misma. En este sentido, es significativo que la primera foto del libro sea una de la propia Sally Mann a la edad de 12 años. Bajo la imagen, una frase de Anna Frank, escrita también cuando la tristemente famosa niña tenía 12 años:
¿Quién podría pensar que pueden pasar tantas cosas en el alma de una chica joven?
En ‘At Twelve’ Mann retrata a niñas que han nacido y crecido en el mismo contexto geográfico, cultural y social que ella. Son, en esencia, Sally Mann. La fotógrafa es muy consciente de ello, su elección es deliberada, nace de algo que atraviesa y caracteriza su obra: el profundo amor por su tierra natal y por las gentes que la habitan. Mann lo explica perfectamente en el prólogo del libro.
Los cambios llegan aquí muy lentamente. El mismo conservadurismo que tan heroicamente ha preservado esta tierra de los devaneos del tiempo ha hecho también que hayamos tardado mucho más en ser conscientes del mundo que hay ahí fuera.
(…) El compromiso típico por la educación de las comunidades escocesas-irlandesas parecen chocar con la robusta herencia campesina en la que se han criado los testarudos e independientes individuos que protagonizaron mi infancia.
Ellos son, precisamente, los que confiaron en mí para que fotografiara a sus hijas, los que me permitieron buscar esa verdad general en sus queridas y bien protegidas hijas. Esta confianza se debió, en parte, a que mi padre fue el que trajo al mundo, literalmente, a miles de estas niñas durante los años que ejerció aquí como médico. Se levantaba de madrugada para conducir hasta sus hogares, sin excusas ni quejas. Su lealtad y dedicación durante todos aquellos años me fueron pagados con creces en ese círculo lento pero inalterable de reciprocidad típico de las pequeñas comunidades.
Mann realiza las fotografías de ‘At Twelve’ entre 1983 y 1985, alguna de ellas estando embarazada de su tercera hija, Virginia.
Leslie y yo estábamos ambas embarazadas de nuestro tercer bebé cuando tomé esta fotografía. Teníamos ya dos hijos cada una, y compartíamos ciertos sentimientos de resignación, ambivalencia y determinación. El verano llegaba a su fin y el húmedo calor de Virginia era casi insoportable. Le faltaban solo seis semanas para dar a luz.
Pensé que lo mejor era dejar que se tumbara. Lo hizo, en una manta que había en el jardín. Pero tumbada su tripa no parecía tan grande como cuando estaba de pie, y se lo dije. Algo molesta, se puso de pie y se subió el vestido sobre su prominente barriga y dijo, con un deje desafiante: «Venga, ahí la tienes, haz la foto».
Su hija Jenny se acercó a ella sonriendo y la abrazó, y entonces sí, hice la foto.
Sin embargo, no todas las niñas que retrata Mann tienen la infancia ni la familia más o menos idílica que tuvo la fotógrafa. En su universo, también hay sitio para el sufrimiento, la injusticia, el maltrato, los abusos y el abandono. La pequeña, conservadora y tradicional Virginia tiene también sus propios demonios. Mann no los evita, no trata de vendernos vidas y familias libres de sombras, ‘At Twelve’ está lejos, en ese sentido, de la Arcadia familiar que se ve en ‘Immediate Family’.
Vi a Cindy por primera vez cuando hacía cola para almorzar. Esa noche llamé a su madre y ella me dijo que podía fotografiarla cuando quisiera.
Solía a Cindy y a sus dos hermanos pequeños después de clase. Se peleaban por ver quién se sentaba delante, los dos que perdían se sentaban detrás junto a mis hijos Jesse y Emmett. Les encantaban esos paseos en coche mientras escuchábamos la radio con aquel aire de incipiente primavera. Hablábamos sobre sus vidas. Muchas veces no hacía ninguna foto y, así y todo, era tarde cuando los llevaba a casa. La mayoría de las veces ya no había luz en su casa.
Su jardín estaba sucio, y había barro aquella Semana Santa cuando me dirigía allí. Bordeando la valla, me paré en la carretera. Bailando sobre la nieve medio derretida, volando sobre el camino que llevaba a la entrada de su casa, adornando las escasas ramas de los arbustos que aún sobrevivían y recorriendo en espiral las carrocerías de los coches había cientos de las flores de papel que Cindy tan cuidadosamente decoraba.
Acabé por amar a estos tres niños en esa forma maltrecha y triste en que una ama a aquellos que están más allá de su alcance. A medida que sus vidas se me fueron revelando, descubrí que vivían en el asiento de atrás de un coche aparcado cerca de la cabaña de un tío suyo. Después, desaparecieron.
Varios meses después, el novio de su madre me contó que Cindy “se había hecho un hijo”. Él la había fotografiado sosteniendo a su pequeño y embarazada de nuevo.
Theresa se quedó embarazada cuando tenía once años. Pidió cita para abortar, pero alguien de un grupo católico de la Iglesia la visitó y le pidió que viera unas películas sobre abortos. Theresa decidió tener el bebé. Le pregunté si la gente que le pidió que viese aquellas películas había vuelto a tener contacto con ella ahora que era madre, y me dijo que no, pero que estaba bien. Su bisabuela, que es ciega, y ella crían al bebé en una casa llena de figuritas de cristal.
Una vez, la llevaba en coche y mi pelo se agitaba al viento. Me contó que antes solía soñar con ser blanca y tener una larga melena rojiza. Agarré el volante más fuerte y me mantuve en silencio. Ella continuó diciendo que se echaba refresco de frambuesa al pelo para tener reflejos rojizos.
El rostro de Olivia, con esa plegaria rota en sus ojos, esos ojos almendrados, casi egipcios.
Le preguntó a la abuela de Olivia de quién había heredado la niña esos ojos. Me dijo que se había fijado con atención en los ojos de los novios que su hija tuvo cuando con 15 años se quedó embarazada. Y que desde entonces ha vuelto a verlos y a fijarse. Y que nadie tiene unos ojos como esos. La madre de Olivia nunca le ha aclarado nada al respecto.
Tampoco se quedó en casa. Cuando se marchó, Olivia tenía seis meses. Su madre tuvo tres hijos más; uno murió, y los servicios sociales se llevaron a los otros dos. Le pregunté dónde estaba ahora la madre de Olivia, y ella me dijo «viajando».
Esta es solo la mitad de la colada del día. Olivia vive con los 10 hijos de su abuela. Cuando tenía cuatro años se les unió un primo cuya hermana mayor había sido golpeada hasta morir por el novio de su madre. Su madre también estaba «viajando».
Pero en esa familia ha habido amor y energía suficientes para alimentar a Olivia. Mientras yo estaba sentada en la cocina, y los niños salían y entraban constantemente, la miré mientras ella me miraba. Era como si ella también hubiera viajado por el mundo, mecida por igual por la belleza y el miedo.
Y es que ‘At Twelve’ es todo menos un libro inocente. La de Sally Mann no es una mirada cándida sobre niñas de 12 años que viven en el bucólico y hermoso entorno rural de Virginia. En un primer momento, el título y el tema pueden llevarnos a caer en ese engaño, pero basta con fijarse un poco en las miradas de las niñas. En algunas de ellas hay diversión, confianza, orgullo… pero otras son desafiantes, tristes, incluso hostiles.
Hay otro detalle importante: la sensación de amenaza, dolor o inquietud que a veces se atisba en ellas, viene de la presencia física de una figura adulta. La foto de la niña posando con el novio de su madre (que vemos bajo este párrafo) es un claro ejemplo de ello, pero también otra que hemos visto anteriormente, la de la niña que posa en el porche de su casa con su padre tras ella. La forma en la que el hombre rodea a la niña con su brazo puede ser interpretada como un gesto de protección, pero el hecho de que su rostro aparezca oculto en la sombra convierte una escena supuestamente inocente en una visión un tanto inquietante.
Esta chica era claramente reacia a estar cerca del novio de su madre. A mí me resultaba extraño, como si esa circunstancia tan peculiar hubiera provocado que yo sacara la foto. Mirando a través del objetivo me inquietó que el encuadre le cortara el codo, pero sabía que ella no iba a acercarse más a él.
Algunos meses después, su madre disparó a su novio en la cara con un revólver del calibre 22. Alegó que, mientras ella trabajaba de noche en una parada de camiones, él «organizaba fiestas en casa y acosaba a mi hija». La niña me dio a entender eso mismo de una forma más directa. Hoy día miro esta fotografía y un escalofrío me recorre el cuerpo al pensar en lo que ella realmente me estaba diciendo.
En ‘At Twelve’ ni las fotografías ni las adolescentes son inocentes. Pero tampoco lo es la fotógrafa. Mann sabe cómo utilizar todos sus recursos. Hay ejemplos más claros y otros más sutiles. Entre los más evidentes está la foto de las dos adolescentes sentadas bajo un árbol. No es casual que el tronco de este parezca una gran vagina enladrillada. No por ser explícita la metáfora deja de ser curiosa y eficaz: la sexualidad es un mundo ‘tapiado’ (o contenido) durante la infancia y es ahora, en la pubertad, cuando comienza a desbordarse y estar inevitablemente presente.
En otra de las imágenes del libro, la metáfora es mucho más sutil. En la página opuesta a la foto de Theresa sobre la cama con su bebé, vemos a un grupo de menores blancos sentados a la entrada de una casa. Los de izquierda tienen menos de 12 años, pero a la derecha aparece, sola, una niña de 12. Ella es la protagonista de la foto, no porque esté sola, sino porque su propia actitud ante la cámara reclama el protagonismo para sí. Está apartada del resto, mira directamente a cámara con aplomo y seguridad, a diferencia del resto de niños. Su lugar no es ya el de la infancia, sino que reclama un espacio que le pertenece solo a ella, lo hace suyo y luce una mirada que reclama un trato diferenciado. Curiosamente, si nos fijamos un poco, veremos que mientras que la adolescente está totalmente nítida, los niños están algo desenfocados. Puede que Mann lo haya hecho queriendo, o puede que haya sido fruto del azar.
Si algo no podemos evitar mientras hojeamos este libro, es buscarnos (y puede que encontrarnos) a nosotras mismas en los rostros, las miradas o los gestos de estas chicas. Puede que las historias personales de algunas de ellas (embarazos precoces, abandono, abusos…) no sean las nuestras (o sí), pero siempre hay algo de universal en las etapas vitales del ser humano: la incertidumbre ante los cambios físicos, las dudas sobre quiénes somos, la presión de quién queremos ser… situaciones por las que todas hemos pasado a esa edad (y a otras).
Así, las imágenes de Mann en las que vemos a niñas ‘disfrazadas’ de adultos, con gestos y actitudes fruto de la timidez o sobreprotegidas por familiares que aún las ven como las niñas que no son o están dejando de ser, espolean nuestros propios recuerdos y logran arrancarnos más de una sonrisa.
Las alas desplegadas, en una tentativa incierta, asentada aún sobre el suelo, ensayando para su primer vuelo. Su madre quitó la fuente para pájaros que había en el pedestal, la levantó y permaneció sonriendo, radiante, mientras ella se abría. Desde la altura de su pedestal debía parecerle enana a su hija, como una crisálida, la concha seca que una vez la alimentó y que ahora se queda atrás.
Vi su ojo mirándome a través de un pequeño agujero en el follaje, cauta, el único signo de curiosidad infantil. Había salido de su apartamento vestida como si se dirigiera a una entrevista de trabajo. Me sentí perpleja ante su reserva y su compostura. No podía imaginar qué foto hacer ese mediodía, en pleno verano, con una chica que parecía más mujer que yo.
Había estado ahí durante seis meses, en la esquina de White Street, aquel árbol con sus ataduras. No hablamos. Estuvo totalmente inmóvil, solo aquel ojo tras el velo moviéndose en la quietud del calor.
A principios de otoño, tomé café con varias generaciones de la familia Conner. Recuerdo el aire familiar de su cocina se posaba sobre mis hombros como un manto. Les expliqué lo que estaba haciendo y, como tantas otras veces, la desconfianza inicial dio paso a la prudencia, después a la curiosidad y, finalmente, a una aceptación precavida. Decidieron que podía fotografiar a Kelly.
Al atardecer de un día de caza, me llamaron cuando los ciervos habían sido desollados y colgados. Mientras preparaba mi cámara, Kelly apareció con una camisa abotonada hasta el cuello y acompañada de su madre, su tía, su tío sus abuelos, sus primos y algunos miembros más de la familia. Permanecieron detrás de mí, vigilantes y decididos.
Cuando le eché la chaqueta hacia atrás para resaltar su camisa blanca del fondo oscuro, me pareció oír un murmullo. Después de unos minutos me relajé lo suficiente para darme cuenta de la prevalencia de las figuras en V y, sin pensarlo dos veces, le pedí a Kelly que separara las piernas. Esta vez, el murmullo fue evidente, pero yo sabía que la foto estaba hecha.
Uno de los grandes logros de Sally Mann en ‘At Twelve’ es que ha conseguido dotar a sus retratadas de la suficiente personalidad o fuerza como para que no caigan en el estereotipo. Las adolescentes de Mann son únicas y se muestran como tales, consiguen transmitir un halo de ‘autenticidad’ que es una de las cosas que más se echan de menos en otros trabajos sobre la adolescencia.
Este aspecto lo subraya ya muy acertadamente la escritora Ann Beattie en la introducción del libro: «El riesgo más obvio que corren los fotógrafos cuando trabajan con símbolos es que la persona fotografiada desaparezca bajo el peso del mensaje, aunque los sujetos de Mann consiguen ir más allá de esa interpretación meramente simbólica».
Eso no quiere decir, ni mucho menos, que la simbología no tenga su peso en este trabajo. Ya hemos comentado el tronco de árbol en forma de vagina, una clara referencia a la cuestión sexual adolescente, también hay otros símbolos, más poéticos, pero igualmente eficaces. Es el caso de la chica del puente. El texto de Sally Mann refuerza esa noción de existencia «en suspenso».
En toda transformación hay un elemento de tristeza. Vamos dejando atrás algo muy familiar y muy reconfortante para sustituirlo por lo desconocido, algo que te atrae como un canto de sirena irresistible. Ella está, como Rilke dijo una vez, sentada ante el telón de su propio corazón, algo que solo permite echar un mínimo vistazo.
La espera y la melancolía se vuelven intolerables. Todos los cambios, incluso los más deseados, deben tener su melancolía.
El puente suspendido entre dos orillas, el rayo de sol que ilumina a la joven… Una identidad naciente suspendida por el mar de dudas en el que nos sumergen los cambios físicos y emocionales propios de la adolescencia. La luz la reclama como protagonista y dueña de su propia vida, la misma luz que Sally Mann y su cámara utilizan para retirar de sus rostros la ya marchita máscara de la infancia.
NOTAS Y OTROS ENLACES DE INTERÉS:
- Los párrafos en cursiva que aparecen intercalados entre las fotos son textos escritos por Sally Mann y que aparecen en el libro junto a esas mismas fotos. Esos textos han sido traducidos (y, de forma puntual, ligeramente adaptados) por mí.
- ‘Proud Flesh’, la sensibilidad fotográfica de Sally Mann ante la enfermedad de su marido Larry
- La historia de la fotografía resumida en 15 fotógrafas
- La grandes olvidadas: 20 pioneras de la fotografía de las que probablemente nunca hayas oído hablar
Este blog es una maravilla absoluta.
David! Qué bueno que te guste el blog! Me alegro un montón, a ver si nos vemos pronto. 🙂
Estupendo estudio, inquietante, no conocía esta obra… me ha hecho pensar en Nabokov, no sé qué hubiera dicho si hubiera conocido esta obra…!!!
Gracias, Ramón!
Muy interesante, Me encanta tu blog. Gracias.
Me alegro, muchas gracias! 🙂
Escrevo desde São Paulo, Brasil. Apaixonado desde sempre por fotografia, e fotografando regularmente há 40 anos (tenho 66), poucas vezes me deparei com textos tão interessantes, originais e bem redigidos. Parabéns!
Muito obrigado, Paulo! 🙂 🙂
Felicidades por el articulo, Grande Sally Mann
Sally Mann es una de las fotógrafas que más me gusta. Gracias, Joan!
Me encanta Sally Mann. Que gran articulo. Acabo de descubrir tu blog y es una maravilla. Que buen trabajo. Enhorabuena y gracias por aportar tanto.
Kaixo, Maider!
Me alegro de que te haya gustado el post y de que ahora sigas también el blog. Eskerrik asko por tus palabras 🙂
Leire
Me encanta descubrir la historia que hay detrás de cada fotografia, pues aparte de la imagen sea creativa o no le da mas valor a la foto, por eso considero tu blog y tus videos de YouTube muy interesantes y no me pierdo ninguno.
Saludos.
Muchísimas gracias, me alegro de que disfrutes del blog y de los vídeos 🙂