Siento un profundo respeto por aquellos que viajan por el mundo para intentar hacer arte y fotografían a un indio exótico sobre un fondo blanco, pero mi filosofía siempre ha sido la de intentar hacer arte con lo cotidiano, con la vida diaria. (Sally Mann en el documental ‘What remains: The Life and Work of Sally Mann‘).
Ese afán y esa capacidad para ver lo artístico en lo cotidiano, en la vida de una pareja con tres hijos que viven en una granja de Virginia, fue precisamente lo que dio reconocimiento y fama a la fotógrafa estadounidense Sally Mann (1951). ‘Immediate family’ fue un éxito fulgurante e inmediato, pero con lo bueno llegó también lo malo. Ser la sensación fotográfica del momento con un trabajo íntimo y sin censuras tuvo consecuencias mucho menos deseables: críticas, polémica y acusaciones infundadas.
Algunas fotos en las que sus hijos aparecían desnudos hicieron que ciertos sectores acusaran a Mann de ser una mala madre, de alimentar las fantasías de miles de pedófilos y de poner en peligro a todos los niños de Virginia.
Fueron días, semanas y meses difíciles para Sally Mann y también para su familia, que veían cómo eran señalados, juzgados y utilizados injustamente en batallas que nada tenían que ver con ellos.
Este es el relato escrito por la propia Sally Mann de lo que fueron aquellos días de pesadilla (la traducción es mía):
En septiembre de 1992, publiqué mi tercer libro de fotografías, «Immediate Family.» En él había 60 fotografías de una serie de más de 200 que hice a mis hijos Emmett, Jessie y Virginia a lo largo de toda una década. Cuando comencé con el proyecto tenían aproximadamente 6, 4 y 1 año. Las fotografías, en las que a veces aparecen sin ropa, muestran cómo transcurren sus vidas en nuestra granja situada en un lugar apartado de Virginia. No había una sola alma en varias millas a la redonda. Cuando estábamos en la granja, estábamos aislados, no solo por la geografía sino por unas condiciones de vida un tanto primitivas: sin electricidad, sin agua corriente y, por supuesto, sin ordenador y sin teléfono.
Yo estaba convencida de que el objetivo de mi cámara tenía que estar abierto a todo lo que formaba parte de su infancia, y con la participación activa y voluntaria de mis hijos, fotografié sus triunfos, sus momentos de confusión, su paz y su soledad, al igual que esos otros momentos duros propios de la infancia: moratones, vómitos, narices sangrantes, camas mojadas… todo.
Esperaba que el libro tuviera un eco similar al de «At twelve”, el libro que publiqué cuatro años antes. En aquella ocasión las protagonistas de las fotografías eran chicas jóvenes en la cúspide de la adolescencia y su acogida fue bastante modesta: la primera edición tardó cerca de una década en venderse por completo.
Pero eso no ocurrió con «Immediate family». La primera tirada de 10.000 ejemplares se agotó en tres meses, y el editor no tardó en ordenar una nueva edición, y así sucesivamente.
De repente, me vi superada por la cantidad de mensajes, faxes, y llamadas telefónicas que empecé a recibir, e incluso llegué a encontrarme a desconocidos llamando a mi puerta. Ni siquiera vivir en un lugar tan apartado nos protegió de todo aquello. Durante esos primeros dos años, recibí 347 cartas, la mayoría de ellas dirigidas sencillamente a «Sally Mann, Lexington, VA.»
Estas cartas iban acompañadas de fotografías, por supuesto, pero también me enviaban libros, páginas de diarios, ropa hecha a mano, 35 mariposas disecadas, joyas, loción para las manos, púas de puercoespín, luces de árboles de Navidad, dientes de tiburón, recetas, pinturas, un pájaro disecado, gatos momificados, galletas de chocolate y una estatua pintada a mano de la Virgen María llevando un demonio dentudo atado con una correa.
Esta abrumadora respuesta fue provocada, en parte, por el artículo que sobre mi trabajo escribió Richard B. Woodward y que fue portada en esta misma revista. Durante los tres días de entrevistas en casa, yo era como un pato acicalándose despreocupado en su nido. Así que no puedo culpar a Woodward por disparar como lo hizo. En mi arrogancia y mi certeza de que todo el mundo debía ver mi trabajo tal y como yo lo veía, me expuse al mayor peligro del periodismo: citas sacadas de contexto y el tono irónico con el que fueron lanzadas.
Woodward, aunque mostró cierta de empatía, centró todas sus energías en crear polémica y lo hizo utilizando una serie de preguntas retóricas para enmarcar la discusión sobre mi trabajo: «Si proteger a sus hijos de todo daño es, como ella dice, su solemne responsabilidad, ¿no cree que los ha puesto en peligro al publicar esta imágenes en un mundo donde existe pedofilia? Estas tan imágenes sensuales ¿son fruto del comportamiento de los sujetos o están modeladas por el gusto y las fantasías de una fotógrafa que piensa en lo que quiere la audiencia? «.
Woodward me escribió después, de forma provocadora, diciendo que había estado meses «viviendo a costa del artículo», y estoy segura de que lo hizo. Consiguió que la revista recibiera muchos correos, unos mensajes que el editor tuvo el detalle de enviarme, aunque leerlos me causó el mismo dolor lacerante que sentí al leer el texto de Woodward. Eso hacía que el daño fuera, en gran medida, auto infligido, y eso lo hacía peor.
Toda aquella polémica me pilló por sorpresa. En ocasiones sentía como si mi alma hubiese quedado expuesta a críticos que disfrutaban clavando astillas en ella. Pensé que mi secretismo y aislamiento geográfico me protegerían y no estaba preparada para la atención que suscité.
A todo esto se unió el mal momento elegido para lanzar el libro, ya que coincidió con una exposición fotográfica de Robert Mapplethorpe en la que se incluían imágenes de niños combinadas con otras de tipo sadomasoquista y homoerótico y que suscitó un acalorado debate sobre lo que era obsceno o no en el mundo del arte.
Y en este clima turbulento es donde presenté las fotos de mi familia. Aunque mis hijos aparecen desnudos en apenas una cuarta parte de ellas, yo acabé siendo ‘la mujer que hace fotos de sus hijos desnudos’. Esto dio alas a mis críticos, muchos de los cuales ni siquiera habían visto mi libro.
Mi asistente y yo leímos todas las cartas recibidas por Times Magazine y las separamos en tres montones: «A favor», «En contra» y «¿Qué coño. . .?» El montón de cartas en contra superaba al resto, pero no por mucho – casi la mitad de ellas eran positivas, y no todas en el tono repulsivo que cabría esperar. (Un ejemplo de algo repulsivo: «Como editor y editor de una publicación relacionada con el nudismo, yo también estoy sujeto a la humillación pública.») Algunas eran críticas, pero intentaban ser útiles; otras eran de personas que habían sufrido abusos en la infancia o trataban a niños víctimas de abusos. Estas eran cartas, a veces tensas, que expresaban preocupación. Algunas relataban las dolorosas experiencias vitales de las personas que las escribían.
«Hace 14 meses estuve en tratamiento por depresión», decía una de ellas, «sin sospechar ni por un momento que había sido víctima de incesto en mi pasado. Tras cinco meses comenzó el horror de los flashbacks y los recuerdos. Sufrí incesto una y otra vez y fui horriblemente torturado”.
Una carta particularmente tensa llegó desde Staten Island, con su remitente disculpándose por su «primitiva caligrafía». En la carta me preguntaba: «¿Lo suyo fue realmente arte, Sra. Mann, o fue un incesto encubierto?»
Pero las cartas que más daño me hicieron fueron aquellas que me acusaban de ser una «mala madre». Aunque he cometido mis errores, he sido una madre entregada a mis hijos. Los he llevado a la escuela todas las mañanas y he ido a recogerlos a las tres. Nunca olvidé firmar los innumerables permisos parentales que me llegaron, ni asistir a recitales de piano, flauta, oboe, ballet y partidos de fútbol. (Bueno, estrictamente hablando, eso no es cierto del todo, como me recuerda medio en broma mi hija Virginia. Dice que me perdí la actuación de la banda All Regional en Covington cuando ella hizo su solo de oboe. Ya puestos, apuesto a que también me perdí algunos partidos de fútbol, pero digamos que lo hice lo mejor que pude).
Con mi marido Larry sosteniendo una linterna, he sacado lombrices de culitos irritados con horquillas de punta redondeada, he cambiado sábanas húmedas en mitad de la noche, he peinado cabezas con piojos y he fregado vómitos. He horneado pan, molido cacahuetes para hacer mantequilla, cultivado y congelado vegetales y cada mañana preparaba almuerzos tan saludables que nadie quería comprarlos en esa gran fiesta de intercambio culinario que era el comedor escolar.
Estaba en algún lugar entre la «madre guay», como me describió Woodward, y la madre pasada de moda que insistía en escribir cartas de agradecimiento, en usar la gramática adecuadamente, en ser buenos conversadores, en comportarse de forma considerada y en dejar los platos limpios.
En la instantánea de arriba, Jessie está aún sentada en la mesa a las 9:30 de la noche, después de que todos se hayan ido a la cama, frente a un trozo de pescado que se negó a comer. No estoy particularmente orgullosa de este momento, de este choque de cabezonerías, la suya y la mía, pero sabía que después mis hijos se comportarían apropiadamente cuando se sentaran en las mesas de nuestros amigos adultos en cualquier parte del mundo. Y escribir una nota de agradecimiento sin necesidad de que su madre se lo pida.
Las cartas acusándome de ser una mala madre se referían habitualmente al tema del consentimiento informado. Sin embargo, los niños tenían cultura visual; participaban en la configuración de la escena, producían los efectos deseados para las imágenes y las editaban.
De hecho, cuando estaba preparando «Immediate Family», le di a cada uno de ellos las fotos en las que aparecían y les pedí que apartaran aquellas que no les gustaban. Emmett, que entonces tenía 13 años, me pidió que excluyera una en la que aparecía dormido tras haber estado jugando a Bugs Bunny y estaba desnudo con un par de medias blancas en los brazos. Se las había puesto para que parecieran las patas de un conejo. No era la desnudez lo que le hacía sentirse incómodo, sino el hecho de que para él esos calcetines lo hacían parecer un idiota. Era una cuestión de dignidad.
Una persona que escribió una carta al New York Times hizo una predicción sobre mis hijos que acabó materializándose: habló de la existencia de un «tercer ojo» sobre ellos. Con esto se refería a una vergonzosa autoconciencia, un sentimiento de culpa y una duda moral provocada por las fotos. Y de los tres niños, a la que más afectó este “tercer ojo” fue a mi hija menor, Virginia: mi despreocupado y ágil duendecillo de río.
Este tercer ojo se centró dolorosamente en Virginia justo antes de que cumpliera los 6 años y lo hizo guiado por Raymond Sokolov, autor de un confuso artículo de opinión en The Wall Street Journal en febrero de 1991. Sokolov estaba molesto por las subvenciones gubernamentales que recibía un cierto tipo de arte que el público no experto «podría considerar degenerado” o “más allá del límite”.
Lo que desencadenó este artículo fue una fotografía mía titulada «Virginia at Four» que apareció en la portada de la revista Aperture en 1990. En ese momento, corrían ríos de tinta en torno a la financiación de las artes. Sokolov afirmó que lo que se conocía como ‘financiación pública selectiva’ no era lo mismo que la censura directa del gobierno. Como el gobierno no había financiado ni censurado el trabajo de mi familia, su relevancia para su argumento no estaba clara. (He recibido becas de varios organismos gubernamentales, pero ninguna para el trabajo sobre mis hijos). El artículo de Sokolov, banal y gris, cobró una inusitada fuerza gracias a que iba acompañado de la citada fotografía de Virginia, pero con bandas negras tapando varias partes de su cuerpo desnudo. The Wall Street Journal publicó y manipuló la foto sin mi permiso. El periódico de mayor tirada del país recortó y desfiguró mi fotografía como si se tratara de la Prueba A en una acusación de pornografía infantil.
Cuando vimos aquello lo sentimos como una mutilación de la imagen en sí, de la propia Virginia y de su inocencia. Por primera vez en su vida, mi hija sintió que pasaba algo malo, no sólo con las fotos, sino también con su cuerpo. Fue desgarrador ver cómo esa misma noche se metía en la bañera con la camiseta y los pantalones cortos puestos.
Por supuesto, la imagen manipulada entusiasmó a los defensores de cierto tipo de arte. La Ley de derechos de artistas visuales, que protege al arte de la destrucción intencional, todavía tenía capacidad para morder, y me dijeron estaban preparados para enfrentarse al periódico. Me alegré de tener noticias suyas porque estaba deseando presentar batalla. Pero vi que la lucha de Virginia sería la de David contra Goliat, y decidimos dar marcha atrás. Los testimonios a los que debería enfrentarse y el más que previsible tono de las preguntas que tendría que responder fueron determinantes en nuestra decisión.
En cambio, propusimos que Virginia escribiera una carta a Sokolov, algo que ella hizo. Después de algunas presiones legales, Sokolov y Daniel Henninger, su editor en The Journal, escribieron una carta de respuesta a Virginia. La última frase de la carta de Henninger fue particularmente irritante: «Las personas que a menudo discuten sobre cosas como ésta harían mucho mejor si pusieran en práctica algo que muchos han olvidado y que se llama sentido común”. No puedo imaginar en qué momento pensó Henninger que este era un final apropiado para una carta dirigida a una niña de seis años.
Lo que mucha de la gente honesta y preocupada por el bienestar de mis hijos no supo entender es que sacar aquellas fotos era un algo que no tenía nada que ver con mi papel de madre. Cuando me ponía tras la cámara y mis hijos estaban frente a ella, yo era la fotógrafa, ellos los actores y juntos hacíamos la foto.
De igual manera, muchas personas confundieron las fotos con la realidad o atribuyeron a mis hijos ciertas cualidades (hubo quien les llamó “mezquinos”) basándose en el aspecto o la pose que mostraban en las fotos.
Lo cierto es que esos no son mis hijos sino figuras capturadas para siempre en emulsión plata. Son mis hijos durante una fracción de segundo de una tarde concreta con múltiples variables de luz, expresión, posturas, tensión muscular, estados de ánimo, viento y sombras. No son para nada mis hijos; son niños en una foto.
Incluso los propios niños entendieron esta distinción. Una día, Jessie, que entonces tenía 9-10 años, se estaba probando vestidos para ir a la inauguración de una exposición de las fotos de la familia en Nueva York. Era primavera, y uno de los vestidos no tenía mangas. Cuando Jessie levantó los brazos, se dio cuenta de que se le veía el pecho a través de huecos de las mangas. Tiró el vestido a un lado y una de sus amigas le dijo: «Jessie, no lo entiendo. ¿Por qué demonios te importa si alguien puede ver tu pecho a través de las mangas cuando vas a estar en una habitación en la que hay un montón de fotos que muestran tu pecho desnudo?»
Jessie estaba igualmente perpleja por el comentario de su amiga: «Sí, pero ese no es mi pecho, son fotografías».
Exactamente.
Al igual que a algunos les costó distinguir entre los niños reales y las imágenes, hubo quien tuvo dificultades para distinguir entre las imágenes y su autora, y hubo muchos que me calificaron de inmoral.
Supongamos, por seguir con el argumento, que yo era, como algunos lectores del New York Times afirmaron en sus cartas, una mujer “manipuladora”, “enferma”, “retorcida” y “vulgar”. Eso no debería condicionar la forma en que la gente ve mi trabajo. Si sólo admiramos aquello producido por la gente que nos parece aceptable, caeríamos en la penuria artística.
Es justo, sin embargo, que la gente critique mi ambición y mi proyecto para argumentar que he hecho un trabajo torpe o falto de gusto; para decirme, como hizo otro lector, que mis fotos no eran más que “encuadres mal compuestos en una película casera de nivel amateur”, o desear ver la imagen de mis hijos restaurada para verlos como un grupo de querubines decorativos sin una vida interior propia. Pero en ningún momento debería ponerse en cuestión mi propio carácter como autora de esas imágenes, ni tampoco las personalidades de los niños, actores y modelos.
Intenté no leer todo lo que se escribió sobre mi trabajo, aunque había ocasiones en que algún artículo caía en mis manos. Muchas veces eran textos repletos de interpretaciones sin fundamento que me sorprendía que consiguieran llegar a alguna parte.
Cuando Mary Gordon atacó mi trabajo en la edición estival de 1996 de la revista Salmagundi, sus críticas se centraron en mi foto favorita, ‘The perfect tomato’, con el siguiente argumento: “Relacionar la palabra ‘tomate’, que en la jerga sexual significa ‘mujer deseable’, con su hija nos lleva a considerar a la pequeña como una pareja sexual en potencia, y a hacerlo no en el futuro sino en este preciso instante. El hecho de que los niños estén posando para su madre, puestos así para estarse quietos y mantener la pose, contradice la idea de que se trate de gestos y actos naturales, sea lo que sea lo que se entienda por natural”.
Sentí que semejante afirmación merecía una respuesta y escribí un artículo que se publicó en el siguiente número de la revista:
“Huelga decir que ningún artista puede prever cómo el público va a interpretar sus obras, y que lo que a uno puede parecerle erótico, a otro puede parecerle el material perfecto para alimentar sus más salvajes fantasías. Mary Gordon parece tenerlas en abundancia, pero es su exposición barata de impresiones escabrosas sobre ‘The Perfect Tomato’, una imagen de irrefutable pureza, lo que provoca mi respuesta.
Para respaldar su denuncia, Gordon se escuda en un título ofensivo. Me dicen ahora que «tomate» es una expresión utilizada por los tarados de ciertas novelas de detectives de baja calidad para referirse a una mujer deseable (con un significado que, por cierto, el Oxford English Dictionary no reconoce). No puedo imaginar que esta acepción se use hoy en día, excepto en algún tipo de contexto irónico. Obviamente, no estaba pensado en esto cuando decidí titular así la foto, sino en hacer un guiño al único elemento en la imagen que está enfocado.
Cuando aquel día me di la vuelta y vi a mi hija bailando sobre la mesa, no tuve tiempo para ajustar la cámara, sólo pude calcular la exposición. En aquella situación espontánea, no podía ni plantearme repetir la foto. Era, citando una frase de W.S Merwin, una situación “tan irrepetible como una nube”. ‘The Perfect tomato’ es una de las imágenes del trabajo que consigue atrapar un momento espontáneo que forma parte del flujo de nuestras vidas. Para otras imágenes, reprodujimos situaciones que habían surgido “naturalmente” (en el sentido apuntado por Gordon) o bajo las circunstancias cambiantes de una sesión de fotos”.
Oscar Wilde, cuando fue atacado de la misma manera que yo, insistió en que no tiene sentido hablar de moralidad en lo que se refiere al arte, asegurando que el público inglés, hipócrita, ignorante y mojigato, cuando es incapaz de ver la vertiente artística de un trabajo dirigen sus miradas, y sus comentarios, al autor. Pero por mucho que yo he usado este argumento, algunas voces han saltado a la palestra para decir que las reglas son diferentes en el caso de las madres. El siguiente es un argumento recurrente en las cartas del Times que recibí: “Una madre no debería lanzar imágenes de sus hijos desnudos en aguas repletas de pedófilos, acosadores y asesinos en serie. Las fotos de Sally Mann no sólo ponen en peligro a sus propios hijos sino a todos los niños de Lexington, Virginia”. Esta última frase me molestó especialmente. ¿Poner en peligro a todos los niños de Lexington? ¿En serio?
Si hay un hombre que sabe de «pedófilos, abusadores sexuales y asesinos en serie», ese es Kenneth Lanning, exmiembro de la unidad de ciencias del comportamiento del F.B.I. Preocupada por el contenido de esta última carta, llamé al departamento y tuve suerte de ser transferida a Lanning. Le pregunté si podíamos hablar sobre esta gente de pesadilla y si debería estar preocupada. También esperaba que dijera si mi trabajo iba a ser objeto del mismo interés que el del fotógrafo Jock Sturges, cuyas imágenes de niños desnudos en una playa de Francia fueron confiscadas por el FBI tras una redada en 1990.
Larry y yo fuimos a ver a Lanning a su oficina en Quantico, en Virginia, en abril de 1993. Los niños estaban con nosotros y tuvieron la oportunidad de ver el edificio antes de que Lanning se sentara a analizar mi trabajo. Cuando terminó de ver las fotos, las recogió y apiló en un montón, golpeó la mesa para nivelar los bordes y nos miró. Habló con una sonrisa triste en su rostro. Dijo lo que yo ya sabía: que algunas personas se excitarían con estas imágenes. Y añadió: «Pero también se excitan con los zapatos. No creo que haya una sola cosa que puedas fotografiar sin que a alguien le excite”.
Lanning subrayó que, en su profesión, el contexto y la percepción lo eran todo. Comenté, algo irónicamente, que también lo eran en el mío. Sabía que el contexto era importante en mis fotos, pero también era muy consciente de que estaba creando un trabajo en el que la percepción crítica y emocional del mismo son susceptibles de cambiar.
Demasiadas veces, la desnudez, incluso la de los niños, se confunde con la sexualidad y las imágenes se confunden con las acciones. La imagen del niño está especialmente sujeta a ese tipo de percepción distorsionada; los niños no son sólo los seres inocentes que esperamos que sean. Pero también son seres sabios, enojados, hastiados, escépticos, mezquinos, manipuladores, pensativos y endiabladamente engañosos. “Búscame un niño sin complicaciones”, desafiaba el periodista Thomas Fowler en la novela ‘El americano impasible’, de Graham Greene, para luego añadir: “Cuando somos pequeños somos una maraña de complicaciones. Nos simplificamos a medida que nos hacemos mayores”.
Pero en una cultura en la que la idea de la inocencia de los niños está tan fuertemente arraigada, somos lógicamente reacios a reconocer estos aspectos discordantes, o tal y como yo misma he experimentado en mis propias carnes, representaciones ficticias de los mismos.
Otro aspecto capcioso que surgió a raíz de mi trabajo es el de la naturaleza del deseo. Hay un deseo sexual pero también un deseo maternal que llega hasta el tuétano y que es más fuerte que la misma muerte. Cuando el médico me entregó a Emmett, pringoso y manchado de sangre, era la primera vez que sostenía un bebé. Aquí estaba él, la carne de mi carne.
Mis bebés me sorprendieron: su belleza y su olor carnosos, la suavidad pastosa de su piel, la latente hendidura de su craneo. Sentí un amor feroz por aquel ser tan sensual. Sí, era un deseo físico, una carnalidad parental, incluso una especie de erotismo parental primario, pero confundirlo con lo que llamamos sexualidad, relaciones sexuales entre adultos, es un error tremendo.
En las fotos de mis hijos, celebré la pasión materna que sentía por sus cuerpos, (¿por qué no hacerlo?), y nunca pensé en ellos sexualmente ni dentro de ningún contexto sexual. Estoy completamente de acuerdo con esa frase que dice que “la sexualidad infantil es un oxímoron».
Tampoco quise decir que mis hijos no fueran sexuales; todas las criaturas vivientes lo son a cierto nivel. Pero cuando vi sus cuerpos y los fotografié, nunca pensé que fueran seres sexuales; pensé en ellos como seres simple, milagrosa y sensualmente bellos.
Cuando mi trabajo fue publicado, me desconcertó que esa belleza pudiera resultar controvertida, mientras que las páginas de las revistas estaban llenas de imágenes lascivas de chicas jóvenes con el único objetivo de vender productos comerciales.
Lanning comprendió y vio la diferencia entre las imágenes de los cuerpos de mis hijos y las pornográficas o las típicas de la sociedad de consumo. Ese día en Quantico, me tranquilizó en algunas cosas, pero me advirtió sobre otras: No, la ley no iba a perseguirme, pero aún así me esperaban tiempos duros.
Tenía razón en todo.
Mientras Lanning parecía pensar que era poco probable que asesinos en serie y abusadores sexuales vinieran a por a los niños de Lexington, o incluso a por los míos, yo tenía la sensación de que corríamos cierto peligro.
Algunas cartas que recibí tenían remites de centros penitenciarios; y otras desprendían sensaciones extrañamente espeluznantes. La peor situación fueron los seis años de fantasías, peticiones y amenazas que salieron del ordenador de un obseso que vivía en un estado cercano al nuestro.
Este hombre fue nuestra peor pesadilla hecha realidad, acechó nuestros días y nuestras noches durante años. Hoy es el día en el que, a pesar de que se mudó al extranjero, Virginia afirma seguir teniendo pesadillas con él.
Usaba su nombre real o un alias para enviar cartas a editores y periodistas en las que hacía preguntas sobre los niños. Muchos tiraron sus cartas a la basura, pero otros, asustados, nos las reenviaron. Era incansable: escribió a gente que nos conocía preguntando por detalles o cotilleos que no se hubieran publicado, y también escribió a la escuela donde estudiaban los niños para pedir, una y otra vez, deberes, anuarios, notas, participaciones en concursos y manualidades suyas. Al no recibir respuesta, contrató a un lugareño para probar suerte y conseguir el material por otra vía.
Una empleada desconfiada que estaba de servicio en el departamento de registros médicos decidió avisarnos cuando este hombre hizo una solicitud para obtener los certificados de nacimiento de mis hijos. También se suscribió a los periódicos locales para buscar en ellos nuestros nombres y burlarse de nosotros por estar perfectamente informado sobre recitales de ballet, los cuadros de honor de la escuela y los menús del comedor. Una vez, envió cartas certificadas a los niños y yo hice que una amiga las firmara para que ni siquiera pudiera tener sus firmas.
Durante años, he dormido con el temor de que mis hijos sean secuestrados y me aseguraba de que las ventanas estuvieran bien cerradas, de que siempre hubiera alguien en casa y de que siempre hubiera un adulto con los niños.
Me puse en contacto con el exagente Lanning, que me dio algunos consejos pero cuya capacidad de actuar era limitada, ya que el hombre no había hecho amenazas directas.
Todo esto acabó convirtiendo a nuestro acosador en un miembro más de la familia. No llevaba una foto de mi marido Larry en la cartera, pero llevaba una foto de nuestro acosador, y lo buscaba en los coches con los que me cruzaba o entre la gente que asistía a nuestras apariciones públicas. Buscaba una cara común entre miles de caras parecidas.
Esta es la primera vez que me refiero con todo detalle a la oscuridad que este extraño trajo a nuestras vidas. Sabía que hablar de él sólo serviría para dar argumentos a aquellos que me criticaban por poner en peligro a mis hijos. Y esto no hace más que reafirmarles cuando lo que estoy haciendo es admitir que en cierta medida tenían razón.
Impulsada por mi amor, mi entusiasmo y puede que por ciertas dosis de estupidez, hice fotos que pensaba que podría controlar, fotos sacadas bajo la protección de mi granja, de los barrancos, de una carretera intransitable y de un río envolvente.
Eso es lo fundamental de las fotos de mi familia: sólo fueron posibles gracias a la granja, al lugar en el que vivíamos. Hoy día es muy difícil encontrar en América un lugar con esa privacidad, al menos no del nivel de la que tuvimos en nuestra cabaña. Lo natural entonces era dejar que nuestros hijos corrieran desnudos por el campo; lo raro hubiera sido pedirles que utilizaran traje de baño cuando jugaban en el río, en unos juegos acuáticos que empezaban después del desayuno y se alargaban hasta bastante después de haber oscurecido.
Mis hijos pasaron sus veranos al abrigo de aquellos barrancos, protegidos por la distancia, el tiempo y nuestra creencia de que el mundo era un lugar seguro. Las fotos que les saqué nacían de esa creencia y esa ignorancia, y en aquel tiempo era algo tan natural como el propio río.
Esos momentos atrapados en aquellas fotografías fueron tan efímeros como nuestras huellas en la arena del río. Y también serán efímeros nuestra familia, nuestro matrimonio, los niños que lo enriquecieron y el amor que nos ha ayudado a superar tantas cosas. Todo desaparecerá, pero las fotografías permanecerán y serán ellas las que cuenten nuestra breve historia.
*Este post está basado en el artículo Sally Mann’s Exposure publicado el 16 de abril de 2015 en The New York Times Magazine y que, a su vez, fue adaptado a partir de un texto perteneciente al libro “Hold Still: A Memoire With Photographs”, escrito por la propia Sally Mann.
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Muchas gracias por tu artículo. Después de ver el documental (en inglés) me ha ayudado a entender la vida de Sally Mann y el por qué de las fotografías.
Sí, la verdad es que es curioso ver por todo lo que tuvo que pasar Mann tras la publicación del libro. Yo conocía el libro, pero no la historia, y me sorprendió.
Estoy realmente sorprendido.
Cuando ví las fotos , hace algunos años, nunca pensé en las consecuencias aciagas que se han relatado,
solo sabía que las cualidades artísticas de su trabajo son impresionantes.
Gracias por la traducción y tu magnífico trabajo.
Saludos y abrazos desde México
Me alegro de que te haya resultado interesante.
Un abrazo!