¿A quién de nosotros no se nos ha escapado una foto, dos, tres, diez, 100 o 1.000 por estar despistados o no tener la cámara preparada? Todos hemos experimentado esa sensación y sabemos lo frustrante que es ver algo, sentir ese cosquilleo en las tripas (y en el dedo con el que apretamos el botón) y ser testigos impotentes de cómo ese momento, esa imagen, se esfuman para siempre cuando ponemos el ojo en el visor. Pero, ¿y si encima esa imagen es LA FOTO, así en mayúsculas? ¿Y si resulta que eres un fotoperiodista cubriendo un acontecimiento histórico o presenciando una situación única e irrepetible?
Y es que a los grandes profesionales, pese a la preparación, el instinto y los años de experiencia, también se les escapan fotos. Son humanos como nosotros (hacen fotos malas, o mierda, como dice y aconseja Martin Parr) también se despistan, y también fallan.
Es lo que le pasó al veterano fotoperiodista David Burnett, no una, sino dos veces, y en ambas ocasiones tuvo que ver, además, cómo compañeros de profesión sí que captaban esas imágenes que después pasaron a la historia. Este es su relato…
Es difícil explicar a alguien que ha nacido en la era de la fotografía digital lo que era ser fotoperiodista en la época no tan lejana de las cámaras con carrete. Decirles que había un momento en el que las 36 fotos del carrete se acababan, y que había que cambiar el rollo antes de poder volver a hacer fotos. En aquellos momentos de impasse, aún siendo cortos, siempre existía la posibilidad de perderte «la foto». Intentabas anticipar lo que podía pasar ante tus ojos y evitar así quedarte sin carrete en el peor momento. Pero, a veces, ese momento no quería esperar a que tú estuvieses preparado. El fotoperiodismo – el propósito de contar una historia con una cámara – es aún un oficio relativamente reciente, pero hay ya un montón de historias sobre fotografías perdidas.
En el verano de 1972, yo era un fotoperiodista de 25 años que trabajaba en Vietnam, principalmente para las revistas Time y Life. En un momento en el que los Estados Unidos habían comenzado a evitar los combates directos y a animar a los vietnamitas a involucrarse más directamente en la guerra, intentar encontrar una historia y contarla resultaba todo un reto.
El 8 de junio, un reportero del New York Times y yo nos adentramos en la Ruta 1, a una hora de distancia de Saigón. Visitamos un pequeño pueblo en el que la noche anterior había habido varios combates, pero los lugareños nos dijeron que se estaba librando una batalla mayor a unos pocos kilómetros al norte. Allí, en un pueblo llamado Trang Bang, una docena de periodistas y yo contemplamos desde cerca un combate tras otro, entre pistolas y granadas.
En un momento, me puse a cambiar el carrete a una de mis viejas Leicas, una cámara con merecida fama de ser tremendamente difícil a la hora de hacerlo. Mientras peleaba con ella, un avión vietnamita pasó volando bajo y soltó napalm pensando que sobrevolaba una posición enemiga. Momentos después, yo seguía intentando cambiar el carrete, y los periodistas allí presentes nos vimos rodeados de imágenes borrosas de personas que salían del humo. El fotógrafo de Associated Press Nick Ut se dirigió hacia esa gente que corría desesperadamente para huir del fuego.
Cuando Ut levantó su Leica y tomó la foto de aquellos niños con quemaduras graves, capturó la imagen que más tarde trascendería la política y la historia para convertirse en el icono más emblemático de los horrores que la guerra causa en la población inocente. Cuando una fotografía es perfecta, captura el tiempo y las emociones de forma imborrable. Las películas y el vídeo captan todos los momentos de manera uniforme, aunque esos momentos no sean iguales.
Pocos minutos después, los niños estaban en el coche de Nick camino del hospital de Saigón.
Más tarde, yo estaba en el cuarto oscuro de Associated Press esperando a ver mis fotos. Fuera me encontré a Nick, con una copia pequeña y aún húmeda de su mejor foto: la de Kim Phuc huyendo del napalm con sus hermanos. Los nuestros fueron los primeros ojos que vieron la foto, aún pasaría otro día entero antes de que el mundo pudiera verla en las portadas de todos los periódicos.
Pienso a menudo en aquel día, y en la improbabilidad de conseguir una foto así en lo que no fue más que una pequeña operación militar. Para aquellos de nosotros que nos ganamos la vida recorriendo la historia cargados con nuestras cámaras, es reconfortante saber que aún hoy, en este mundo digitalmente saturado, una sola fotografía, nuestra o de otro, puede contar una historia más allá del idioma, el espacio y el tiempo.
A excepción de una foto que fue publicada en la revista Life la semana posterior al ataque, mis fotos han permanecido guardadas en un cajón durante 40 años.
Después de lo sucedido en Trang Bang, se me agudizó la necesidad de estar siempre «fotográficamente preparado»; y, desde entonces, ese instinto me ha salvado la vida en una docena de ocasiones. Nunca sabes qué es lo que va a suceder, qué puede pasar, y esa es la clave para ser un buen fotógrafo.
Y aún así, con esa lección siempre presente en mi mente, ha habido momentos en lo que he sido incapaz de anticipar lo que iba a pasar.
En marzo de 1979, recién llegado de cubrir la revolución iraní, me encontré en la Casa Blanca, en una de las mejores posiciones para fotografiar la firma de los acuerdos de paz de Camp David entre Egipto e Israel impulsados por el presidente Carter. Fue un día histórico, con una gran cobertura de medios televisivos y gráficos. Llevaba mis tres cámaras, más dos de otros dos compañeros que me las dieron al ver mi excelente posición, justo enfrente de los tres mandatarios: Carter, Begin y Sadat.
Cuando subieron al escenario, empecé a sacar fotos. Disparé sin descanso mientras firmaban los documentos y se los pasaban unos a otros. Y después llegó el momento mágico: tras dejar los bolígrafos sobre la mesa, y por sorpresa, los tres juntaron sus manos, poniendo una sobre otra, con las tres banderas al fondo, hondeando al viento. Aquella era «la foto». Cogí una de mis cámaras y me di cuenta de que el carrete se me había acabado. Cogí otra cámara, y más de lo mismo. Y lo mismo me sucedió con la tercera, la cuarta y la quinta. Pánico. El carrete se había agotado en las cinco cámaras. Y aún me llevaría entre 25 y 30 segundos cambiar cualquiera de ellos y estar listo para sacar una foto.
No hubo más gestos revolucionarios. No más abrazos. Todo había terminado y yo no tenía la foto que resumía, para mí, lo que había sido el evento.
En esta nueva era digital de tarjetas capaces de almacenar más de 1.000 fotos, quedarse «sin carrete» es casi imposible. Pero estar alerta sigue siendo imprescindible en fotografía. Hay que ser capaz de ver el mundo en su inmensidad y el sitio que ocupas en él. Y saber que «la foto» puede suceder en cualquier momento. Por tanto, hoy día, intento dejar algo de espacio tanto en el carrete como en la tarjeta de memoria. Siempre.
David Burnett es fotoperiodista y cofundador de Contact Press Images. Ha ganado, entre otros, el premio Medalla de Oro Robert Capa.
Compartido en facebook. Muchas gracias por el artículo!
Gracias a ti! 😉
enganchado a tu blog…disfruta de cada articulo, de cada historia.. muchas gracias por compartir !!
Gracias a ti por tu comentario, Michel. Y que lo sigas disfrutando!
Felicidades por el artículo!! impecable
Gracias, Juan Luis! 🙂
Muchas Gracias !!! Qué Historia con el Carrete….Comparto!!!
Gracias a ti, Marta!
dijera Bunbury estoy enganchado ati … fotograficamente hablando¡¡¡
jajajajaja, gracias!