A Irving Penn le preguntaron una vez si se sentía obligado a que las personas a las que retrataba aparecieran guapas o atractivas en las fotos, a lo que el fotógrafo de Nueva Jersey contestó: “No, de ninguna manera”.
No era una obligación, pero sí algo innato en él. Desde modelos de alta costura hasta colillas de cigarros y deshechos de la calle. La mirada de Penn los vestía de elegancia y les daba un toque inconfundible de sobriedad y sofisticación. Con él, la fotografía de moda, algo intrínsecamente comercial y banal, se elevó a la categoría de arte.
Minimalista en sus gustos y sus formas (“menos es más”, solía decir), Penn hablaba en voz baja, casi en un susurro, y renegaba de la fama, a la que siempre quiso… a distancia. No estaba nada dispuesto a ser lo que se dice “una personalidad”, un famoso. “No me gusta serlo, ni siquiera en el estudio. No me siento grande o importante porque estoy lleno de dudas sobre mi capacidad para conseguir la foto que quiero hacer”.
Irving Penn tenía siempre muy presente lo que él llamaba sus limitaciones: “Soy sorprendentemente limitado, y he aprendido a no ir más allá de mis capacidades. Algunas veces he intentado salirme un poco de lo que hago y he fracasado. He intentado trabajar fuera del estudio, pero hay tantas variables que no puedo controlar… Soy bastante limitado”.
El fotógrafo estaba convencido de que su fama dificultaba su trabajo de retratista. Los sujetos intentaban mostrarse especialmente seductores con él porque pensaban que, si encandilaban al maestro, éste les haría retratos mucho más atractivos.
«Las personas sensibles, cuando se enfrentan a la cámara, ponen la cara que ellos creen que les gustaría mostrar al mundo. Pero, a veces, lo que está detrás de esa fachada es más maravilloso que lo que el sujeto piensa o se atreve a creer».
A Penn solían recordarle el episodio descrito por Alexander Liberman, director artístico y editorial de la edición estadounidense de Vogue, en el que afirmaba que Penn era un tipo difícil a la hora de trabajar. “Lo soy, ¿te lo puedes creer? Soy terriblemente reticente a todo. Si Liberman me decía: ¿no sería maravilloso fotografiar flores?, yo le respondía: me importan un pepino las flores. Y él decía: Consigue unas flores. Y yo contestaba: Es una pérdida de tiempo, pero si quieres convencerte a ti mismo de que puedo hacerlo, lo intentaré. Esto no hace más que reflejar esa sensación sincera que tengo de que no soy capaz de hacerlo. No sé lo suficiente sobre flores. ¿Cómo voy a pretender saber lo suficiente sobre ellas con sólo salir a la calle y fotografiarlas? Es un sentimiento de ineptitud”.
Irving Penn no fue el primer gran artista atenazado por la inseguridad. Ni el último. Pero una vez vencida su reticencia y sus miedos iniciales, solía obsesionarse con sus nuevos sujetos. “Puedo obsesionarme con cualquier cosa si la observo el tiempo suficiente. Es la maldición de ser fotógrafo”. Al final, Penn acabó fotografiando flores durante siete años consecutivos para las ediciones navideñas de Vogue.
En lo que respecta a sus retratos, Penn decidió con el tiempo abandonar las columnas griegas y demás parafernalia surrealista de sus primeros trabajos para colocar a sus modelos sobre un fondo blanco y desnudo, un cambio que resultó desconcertante… hasta que todo el mundo comenzó a imitarlo.
Además sucedió algo curioso, y es que, en su caso, la tradicional distancia entre la fotografía comercial y la artística dio un giro de lo más irónico: mientras unos criticaban sus trabajos comerciales por ser demasiado artísticos, otros hacían lo propio con sus trabajos artísticos por ser demasiado comerciales. Al final el tiempo dio la razón a Penn y ambas facetas, la artística y la comercial, se ganaron un sitio en los museos.
En 1952, Liberman me dijo: ‘Tengo que recortar el presupuesto del trabajo que haces para Vogue. A los editores no les gusta. Creen que tus fotos “queman” las páginas’. Años después empecé a entender que lo único que querían de mí era simplemente una imagen bonita, dulce y limpia de una mujer joven y adorable. Comencé a hacer ese tipo de trabajo y es entonces cuando me convertí en alguien valioso para ellos: mis fotos ocupaban entre 200 y 300 páginas al año.
Hasta aquel momento, había estado intentado hacer fotos. Después me puse a hacer mercancía. Es lo que he estado haciendo desde entonces en fotografía de moda.
Lieberman fue jefe de Penn durante 40 años. Lo contrató en 1943, en un tiempo en el que el fotógrafo estadounidense confesaba “no distinguir un Balenciaga de un jugador de béisbol”. La de Lieberman y Penn fue una relación intensa y difícil por momentos. “Penn no tuvo una idea original en toda su vida, todo salía de mí. Tenía que darle un boceto de lo que yo quería porque él no tenía imaginación”, dijo una vez el director artístico de Vogue, aunque después suavizaría su tono: “Penn era capaz de dar un toque de nobleza hasta a la basura. Sus fotos de cigarros me recordaban a las momias egipcias”.
Los cigarros y otros bodegones fueron una forma de huir de ese mercantilismo de lo bello que le imponía la fotografía de moda. En 1948, realizó un trabajo personal sobre desnudos, con cuerpos voluptuosos, alejados de los espigados estereotipos de las modelos. Lo terminó en 1950, el año de su boda, y le gustaba decir que estas fotos fueron la última «aventurilla» de un fotógrafo soltero.
La forma de trabajar de Penn llamaba la atención de sus compañeros de profesión. Su amigo Cecil Beaton, otro histórico fotógrafo de moda, hablaba así de él en 1975: «Penn hace que todo sea extremadamente difícil. No emplea artilugios, ni accesorios especiales, nada más que la iluminación más simple; una sola fuente de luz que cae a un lado de la cabeza del modelo».
Comparto con muchas personas la sensación de que la luz norte que entra en un estudio tiene una dulzura y una serenidad que la colocan más allá de cualquier otro tipo iluminación. Es una luz de una claridad tan penetrante que incluso un simple objeto que se encuentra por casualidad bajo su efecto adquiere brillo interior, se vuelve casi voluptuoso.
Para un perfeccionista como Penn, el estudio era su hábitat natural. Si algo llamaba su atención, lo “secuestraba”, lo aislaba de su entorno, y lo llevaba a su estudio. Es lo que hizo en Perú. Viajó a aquel país para hacer un reportaje de moda para Vogue pero Los habitantes del lugar llamaron poderosamente su atención. Aprovechó su tiempo libre para llevar a dos hombres Quechua a su estudio. Allí los fotografió y supo captar su esencia con una dignidad como sólo un genio puede hacerlo. Es una de sus imágenes más celebradas.
Su trabajo, pese a su maestría y perfeccionismo, no estuvo exento de críticas. Le reprochaban ser un creador de iconos, de alejarse de la realidad del sujeto para engrandecerlo artificiosamente. Los que trabajaron con él lo ven de otra manera: “Él huía de lo obvio”, afirma un colaborador suyo en Vogue. “Siempre nos hacía ir más lejos, indagar en lo más profundo y mirar más allá de la solución obvia de una fotografía para encontrar ese algo que es único. Tenía un gran ingenio y eso se ve en sus fotografías”.
Cansado de la mera “mercancía” en la que se había convertido la fotografía de moda, a Penn le gustaba cambiar constantemente de sujetos para estimular su creatividad. “Una vez, en una sola semana y en el mismo estudio, fotografié al escultor Alberto Giacometti, a unos carniceros franceses y a unas modelos de alta costura. Fue la semana perfecta”.
Intentaba dirigir a sus modelos lo menos posible, no era muy amigo de charlar con ellos; como mucho, les preguntaba: “¿Cómo se siente al saber que este ojo que lo observa es el ojo de 1.200.000 personas?” Buscaba una reacción.
Su matrimonio de más de 40 años con Lisa Fonssagrives, la primera supermodelo de la historia (y la primera en aparecer en la portada de la revista Time) es uno de los mejores ejemplos de fructífera relación entre un artista y su musa. La elegancia natural de Lisa y la angulosidad de sus facciones hizo que los estudios Walt Disney se basaran en ella para crear el personaje de Cruella de Vil, la malvada protagonista de ‘101 dálmatas‘.
Mientras su marido huía de la fama, Lisa lo hacía del exceso de protagonismo que se les da a las modelos: “Lo importante siempre es el vestido, nunca, nunca la modelo. Sólo soy una buena percha para la ropa”. Fonssagrives, que tomó su apellido de su primer marido, el también fotógrafo Fernand Fonssagrives, fue retratada, además de por Penn, por otros grandes como Richard Avedon, Man Ray o Erwin Blumenfeld.
Cuando Lisa murió de una neumonía a los 80 años, Penn se enfrentó a su pérdida haciéndose una serie de autorretratos rotos y desencajados.
Su última foto para Vogue, un bodegón de unos plátanos troceados pudriéndose, se publicó en agosto de 2009, dos meses antes de su muerte. Penn había sido, precisamente, el primero en llevar un bodegón a la portada de la famosa revista, allá por 1943.
Muchos fotógrafos creen que su cliente es el sujeto. Mi cliente es una mujer en Kansas que lee Vogue. Intento intrigarla, estimularla, alimentarla. Mi responsabilidad es para con el lector. Un retrato sobrio que no es nada del otro mundo para el retratado puede resultar enormemente interesante para el lector.
Irving Penn murió el 7 de diciembre de 2009 en su casa de Nueva York. Tenía 92 años.
maravilhosos trabajos, pero me pregunto si hoy se puede fotografiar em Blanco y Negro ?
muy dificil, por lo menos en Brasil, hoy todo es digital.
Hola, Elizabeth! Claro que se puede fotografiar en blanco y negro hoy en día, el digital también lo pemite 😉