Fue pintor, ilustrador y un gran fotógrafo, pero jamás sacó una sola foto.  Para Norman Rockwell (1894-1978) la fotografía era la base y el punto de partida de su trabajo, nunca el resultado final. No es el primer pintor ligado a la fotografía, ahí están los casos de Edvard Munch, Edgar Degas, René Magritte o Edward Hopper, este último considerado «el fotógrafo más influyente del siglo XX», pese a que nunca fue fotógrafo y a que llegó a desdeñar la fotografía, decepcionado con el resultado que obtuvo al probar una cámara de fotos.

Así y todo, ningún otro pintor ha influido en la fotografía como Hopper. Fotógrafos tan conocidos y diferentes como Stephen Shore, Diane Arbus, Robert Frank, Harry Callahan, Joel Meyerowitz o Gregory Crewdson tienen una evidente huella Hopperiana en muchos de sus trabajos (escribí un post sobre él en Quitar Fotos: Edward Hopper, el pintor que no sabía que era fotógrafo).

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‘Nighthawks’, 1942. Pintura de Edward Hopper.

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Pero volvamos a Rockwell. Como Hopper, el pintor neoyorkino hizo gala de una indiscutible mirada fotográfica, aunque, como ya hemos dicho, jamás sacara una sola foto. Y fue así desde su más tierna infancia.

Reto a cualquiera a demostrarme en qué momento concreto empecé a utilizar fotografías como base de mis pinturas. Siempre fui ‘el niño con ojo de fotógrafo’.

 

 

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Rockwell  ha pasado a la historia como uno de los grandes ilustradores del siglo XX.  Junto al pincel y al lápiz, la fotografía fue su gran herramienta de trabajo, hasta tal punto que algunas de sus imágenes más conocidas no hubieran sido posibles sin la intermediación de la fotografía. En el proceso creativo de Rockwell, la fotografía fue un elemento vital.

Había detalles, accidentes de luz, que me perdía cuando hacía rápidos bocetos de una escena. La fotografía capturaba todo eso.

 

 

Rockwell no se consideraba a sí mismo un artista, aunque siempre quiso serlo, sino un ilustrador. Quizá porque casi la totalidad de sus imágenes eran encargos para revistas y compañías publicitarias, y él consideraba que para ser «artista» había que crear con libertad, sin ningún tipo de condicionamiento estético ni argumental.

Es curioso que Rockwell jamás sacara una sola fotografía; no estaba interesado en obtener la toma por sí mismo, al contrario, un grupo de fotógrafos trabajaban para él. Tenía muy claro que la cámara no era su instrumento.

 

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Norman Rockwell, ‘Triple autorretrato’

Louie Lamone, uno de sus fotógrafos, recuerda una anécdota sucedida durante una de las sesiones fotográficas organizadas por el pintor: «Yo le dije, ‘Norman, mira por el visor… ¿te gusta lo que ves?’ Y él me respondió: ‘No, ese es tu trabajo'».

Y es que durante la parte ‘fotográfica’ de su trabajo, Rockwell se ocupaba de organizar cada escena y controlarla al milímetro, su gran objetivo era que todo se viera tal y como él quería. En la siguiente foto, Rockwell  aparece a la derecha supervisando la escena que daría lugar a una de sus famosas imágenes, ‘First Trip to the Beauty Shop’ (Primer viaje al salón de belleza) de 1973.

 

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Fotografía y pintura estaban tan unidas en Rockwell que habilitó un cuarto oscuro en su propio estudio para poder acceder directamente a las fotos y empezar a trabajar sobre ellas en cuanto éstas fueran reveladas y positivadas.

 

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Pero, ¿en qué consistía el proceso artístico de Rockwell?

Rockwell utilizaba un Balopticón, una máquina que proyectaba las fotografías sobre una superficie (en su caso, un lienzo o un papel) y que le permitía hacer un primer boceto de la fotografía que quería convertir en pintura. Lo hacía dibujando los trazos con carboncillo. Era un aparato que a Rockwell no le gustaba especialmente, pese a ser imprescindible en su trabajo:

El Balopticón es un aparato maligno, antiestético, perezoso, vicioso y que genera dependencia. Yo lo uso, pero me avergüenza tanto que lo escondo cada vez que oigo que alguien viene.

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Norman Rockwell, trabajando con el Balopticón

En sus cerca de 50 años de recorrido profesional, Rockwell creó más de 4.000 pinturas e ilustraciones y almacenó más de 20.000 fotografías.

 

 

Rockwell ha sido uno de los que mejor reflejó la cultura popular estadounidense de la segunda mitad del siglo XX, eso sí, de una forma muy idealizada y, en ocasiones, excesivamente cándida. En ello influyó, como ya hemos comentado, que sus trabajos fueran en su mayoría encargos de revistas y empresas publicitarias, muy interesadas en vender una imagen perfecta edulcorada y parcial de la vida del ‘estadounidense medio’. Pero también influyó el pensamiento del propio Rockwell respecto a cómo le gustaba que fuera su trabajo:

La visión de la vida que muestro en mis imágenes excluye lo sórdido y lo feo. Yo pinto la vida como me gustaría que fuera (…). De forma inconsciente, decidí que, incluso si no era un mundo ideal, debería serlo y pinté solo sus aspectos ideales: cuadros en los que no hay niñeras borrachas ni madres egocéntricas, sólo abuelos atractivos que jugaban al béisbol con sus nietos y niños que pescaban subidos en troncos y montaban circos en el jardín trasero.

 

 

Rockwell no reproducía exactamente las fotografías en sus cuadros. Muchas veces, las imágenes eran una mera base, o un toque de inspiración, para la ilustración que tenía en mente. Eso sí, el espíritu de la fotografía o la ‘imagen madre’ siempre era fácilmente reconocible en el dibujo final.

Me gusta contar historias en imágenes, para mí la historia es lo primero y lo último (…) A menudo recurro a agrandar un ojo, reducir el tamaño de la boca o cualquier otra cosa que haga que el personaje parezca más divertido o más triste, o que muestre otra expresión necesaria para la historia que quiero contar.

 

 

Para sus fotos, Rockwell recurría a fotógrafos cercanos y a amigos o conocidos para que hicieran de modelos.  El marinero que posó para el famoso cuadro del tatuador, por ejemplo, era vecino del ilustrador.

 

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Rockwell no trabajó solo con personas de su entorno. El pintor fue también un gran retratista (retrató a actores, personalidades sociales y también a presidentes como John F. Kennedy y Richard Nixon). En estos casos, su forma de proceder seguía siendo la misma de siempre: quedaba con los retratados y uno de sus fotógrafos se ocupaba de sacar las fotos que serían la base del cuadro del pintor.

 

 

 

Sin embargo, y pese a codearse con muchos personajes famosos, los modelos con los que más se divertía Rockwell eran los niños. Su espontaneidad y su energía vital permitieron a Rockwell hacer auténticos estudios fotográficos (y después pictóricos) de la expresividad humana.

El pintor consigue conectar con ellos, los trata de tú a tú, y de esa confianza nace la naturalidad de sus representaciones. Rockwelll vuelve a demostrar aquí que, además de un gran pintor (y un gran fotógrafo), es también un magnífico director, tanto de escena como de actores.

 

 

Una de sus modelos favoritas era Mary Whalen, protagonista de algunas de ilustraciones tan famosas como ‘Girl with black eye’.

Es la mejor modelo que he tenido. Era capaz de parecer triste en un minuto, alegre al siguiente, y levantar una ceja hasta que casi se le saliera de la cabeza.

 

girl with black eye foto

 girl with a blak eye

Normal Rockwell ha pasado a la historia como uno de los grandes artistas del siglo XX, por mucho que haya quien le haya acusado de ser un mero ‘copiador’ de imágenes (o de fotografías, en su caso).

Sus originales (tanto pinturas, como ilustraciones y fotografías) alcanzan precios astronómicos y son objeto de culto en todo el mundo. Tienen el poder de causar una agradable sensación en quien las observa, de arrancar más de una sonrisa y, por qué negarlo, de provocar un punto de nostalgia por aquella sociedad estadounidense de los años 40 y 50 del siglo XX.

 

 

Pero eso es, precisamente, lo que convierte y confirma a Norman Rockwell como artista: su capacidad de provocar emociones en el espectador y de que esas emociones, además, perduren en el tiempo.

 

 

Rockwell supo hallar y plasmar ese sentimiento de familiaridad a través de escenas populares y orquestadas por él mismo. Era un observador de lugares comunes, empeñado en mostrar detalles que algunos pasaban por alto, inmersos en la vorágine de la vida diaria. Para él, el día a día y la rutina escondían siempre alguna sorpresa.

Los lugares comunes nunca se vuelven aburridos. Somos nosotros los que nos cansamos de verlos cuando dejamos de ser curiosos y de apreciar lo que vemos. Por tanto, no es que necesitemos un nuevo escenario, lo que necesitamos es un nuevo punto de vista.

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Un ejemplo del trabajo de Rockwell

El 14 de noviembre de 1960, la Escuela Primaria William Frantz se incorporó al sistema de integración racial cuando aceptó a su primera alumna negra. Su nombre era Ruby Bridges. La niña de seis años llegó a la escuela escoltada por oficiales federales, mientras la gente protestaba, gritaba y lanzaba objetos.  Los padres y madres blancos sacaron a sus hijos de la escuela y solo un maestro en todo el edificio aceptó darle clase. Al final del día, Ruby salió de la escuela escoltada de nuevo por oficiales federales.

Ruby Bridges

Ruby Bridges saliendo escoltada de la escuela

Muchos estadounidenses quedaron horrorizados ante las imágenes de una multitud enojada que gritaba y amenazaba a una niña de seis años. Norman Rockwell era uno de ellos.

Como ilustrador, Rockwell estaba profundamente familiarizado con la situación social de su país y las actitudes de sus paisanos, y ya con anterioridad había tenido que enfrentarse al problema del racismo y el rechazo a las minorías.

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Norman Rockwell pintando el cuadro de Ruby. Foto: Louie Lamone.

Mientras trabajaba para The Saturday Evening Post, Rockwell se había visto obligado a cambiar una de sus ilustraciones para eliminar a una persona negra que aparecía entre la multitud. Según la política editorial que el Post tenía en aquella época, las minorías solo se podían representarse trabajando en el sector servicios.

Pero en la década los 60, Rockwell estaba ya libre de tales restricciones, y en 1963, la revista Look le encargó que ilustrara un artículo sobre los derechos civiles. La imagen que le vino a la mente fue de Ruby Bridges caminando decidida hacia la escuela recién desagregada, y esa fue la escena que pintó.

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Para ello, Rockwell se valió de varias fotografías hechas en su propio estudio. Fotografió a varias niñas negras, por separado, en posición de caminar. También realizó fotos de personas vestidas de oficiales del gobierno, e incluso, la de un tomate reventado contra una pared.

Después, todas esas fotos encajaron como un puzzle en su cabeza y ahí nació ‘The problem we all live with’ (el problema con el que todos vivimos).

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La pintura de Rockwell, que se publicó en 1964, muestra a Ruby Bridges al más puro estilo del artista. Lleva un vestido blanco y fresco, el pelo recogido en  moño y sus materiales escolares en la mano. Sin embargo, en lugar de sonreír o jugar con sus amigos, como hacen la mayoría de los niños en las pinturas de Rockwell, Ruby Bridges tiene un gesto serio y firme.

La pequeña aparece rodeada de agentes federales, todos mucho más altos que ella, mientras caminan cerca de una pared a la que se han lanzado tomates y en la que han escrito la expresión despreciativa ‘nigger’ (negrata) en el centro  y las iniciales del Ku Kux Klan (KKK) a la izquierda. Ruby camina imperturbable ante todo lo que la rodea.

La pintura se convirtió en uno de los símbolos del movimiento por los derechos civiles.

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