En 1975, cuando tenía 23 años, mi trayectoria como fotógrafo llegó a un callejón sin salida. Había estado fotografiando paisajes americanos en blanco y negro, sacando fotos de aparcamientos de supermercados y centros comerciales… eran imágenes sueltas y con un toque irónico. Ese trabajo no iba a ninguna parte, no tenía recorrido ni era relevante, así que empecé a buscar un nuevo rumbo.
El libro ‘Los caminos sin ley’ (The Lawless roads) de Graham Greene captó mi atención mientras estaba en México. Saqué esta fotografía de los niños jugando en Tehuantepec, al sur del país, a principios de los 80. Deambulaba por las calles dejándome guiar por las sensaciones que tenía con la cámara. Era por la tarde y había bastante humedad cuando llegué a una plaza blanca y azul. Tenía calor, no me sentía muy inspirado y andaba un poco perdido cuando vi a un grupo de niños con una pelota. Mientras me acercaba, uno de los niños empezó a girar el balón sobre uno de sus dedos; me fijé en las figuras de los niños, las líneas azules del fondo y el azul del balón, así que tomé varias fotos. Después el momento se esfumó.
Nunca sé si una foto va a funcionar. En este caso concreto, tenía ciertas esperanzas, pero no estaba seguro. La baja velocidad de disparo hizo que la pelota pareciese el mundo girando; la imagen cobró una nueva dimensión que yo no vi cuando apreté el botón. Me encanta esa sensación de que un chico de un pequeño pueblo mexicano pueda tener el mundo girando sobre su dedo. No fue hasta más tarde cuando me di cuenta de que había una segunda pelota en la imagen: un balón de baloncesto en una canasta.
Este tipo de fotografía en la que deambulas por las calles y exploras el mundo con muy pocas ideas preconcebidas tiene mucho que ver con la inmediatez, la intuición y la casualidad. Lo racional pasa a un segundo plano en favor de lo inconsciente.
Aprendí fotografía a los 10 años, con mi padre. Él usaba la fotografía como válvula de escape para hacer frente al bloqueo del escritor. Recuerdo algunos cuadros que vi cuando era pequeño (obras de De Chirico y Braque), y ya algo mayor, algunos libros de Graham Green, Joseph Conrad y Gabriel García Márquez. Pero lo que realmente me atrapó de la fotografía fue esa relación tan directa y tan complicada que tiene con el mundo real. Se me da mejor interpretar y enfrentarme al caos y a la complejidad del mundo que pelearme con un lienzo en blanco. Creo en sacar fotos que planteen preguntas y que no proporcionen respuestas.
En México, yo me sentía identificado con la zona fronteriza. En las décadas de 1970 y 1980, era un lugar más accesible que hoy en día. Las formas de cruzarla eran muchas veces curiosas y absurdas. Una vez, mientras estaba con el periodista Tom Miller, nos detuvieron mientras merodeábamos por la frontera. Les dimos nuestros pasaportes a los policías fronterizos con billetes de 20 dólares dentro y les propusimos invitarles a cenar. Funcionó, porque al final acabamos disfrutando de una amistosa cena a base de tacos para llevar en la misma oficina de inmigración.
Trabajar en la frontera me ayudó a decidirme por la fotografía en color: allí la vida vibra en las calles y en las escaleras de las casas, algo que es muy diferente al modo de vida gris y desconfiado de Nueva Inglaterra, donde yo nací. Siempre me viene a la memoria una frase de la novela ‘Los caminos sin ley’: «La vida nunca volverá a ser la misma cuando tu pasaporte haya sido sellado y te encuentres sin saber qué decir ante los cambiadores de moneda «.
*El original de este texto en inglés, escrito por el propio Alex Webb, se publicó el 16 de abril de 2016 en el periódico ‘The Guardian’ bajo el título: «Alex Webb’s best photograph: Mexican children playing in a courtyard«