Cuando hace unas semanas nos llegaba la noticia de la muerte de Robert Frank a los 94 años de edad, fueron muchos los artículos y los post que se publicaron en recuerdo y homenaje del magnífico fotógrafo nacido en Suiza. Pero Robert Frank era mucho más que el autor de ‘Los Americanos‘, obra cuya trascendencia acabó eclipsando al resto de sus trabajos.
La larga sombra de esas 83 fotos que formaron el magnífico fotolibro, y el eco, la fama y merecido prestigio que fue ganando a lo largo de los años, hicieron que Frank, un hombre enormemente celoso de su persona y de su intimidad, se volviera aún más hermético, con una fobia casi patológica a las entrevistas y las apariciones públicas, aunque, eso sí, sin llegar al extremo de J.D. Salinger, otro autor, escritor en este caso, abrumado por el éxito de una de sus obras, la legendaria novela ‘El guardián entre el centeno‘.
Ese hermetismo de Frank, y su fama, no sabemos si merecida o no, de huraño y complicado, no hacen sino acrecentar, al menos en mi caso, el interés y la curiosidad sobre la persona detrás de la cámara. Y es que conocemos muy bien al fotógrafo, pero no a la persona.
Por eso, de entre lo mucho (y, en algunos casos, realmente bueno) que se ha publicado últimamente sobre Robert Frank, me llamó la atención un artículo** escrito por el fotógrafo estadounidense Danny Lyon, que conoció a Frank a mediados de los 60 y llegó a vivir en el apartamento que el fotógrafo y su mujer tenían en Nueva York durante una temporada. Un testimonio en primera persona sobre el hombre, más que sobre el fotógrafo.
A mí el texto me encantó y por eso he decidido traducirlo del original en inglés, manteniendo las fotos que lo acompañan y añadiendo un par de ellas para ilustrar mejor algunas parte del texto.
Espero que lo disfrutéis tanto como yo.
‘Cuando los padres mueren: recordando a Robert Frank’, por Danny Lyon*
Robert y Mary Frank en su casa de la calle 86 oeste, Nueva York, 1969. Foto: Danny Lyon.
Una tarde de 1961, Hugh Edwards, director asociado de fotografía en el Instituto de Arte de Chicago, me dijo: «Baja y mira estas imágenes». Eran fotografías de Robert Frank, de su primera exposición individual en Estados Unidos. Estaban colgadas a ambos lados de una galería larga y estrecha que había en el sótano del edificio. Eran imágenes e impresiones oscuras, y en muchas de ellas el horizonte aparecía inclinado. Las pocas personas que miraban a cámara lo hacían con expresión de asombro y desconfianza. El fotógrafo Aaron Siskind, que por aquel entonces pertenecía al Instituto de Diseño del Instituto de Tecnología de Illinois, criticó a Hugh por exponer en el Instituto de Arte impresiones que tenían marcas de polvo. «Con fotos como esa, ¿a quién le importan las impresiones?», fue la respuesta de Hugh.
La foto de Frank que más me gustó entonces estaba hecha en un parque en Michigan: era una foto en blanco y negro, de belleza misteriosa e inquietante, un paisaje con una mujer sosteniendo a un niño en primer plano, un afroamericano de uniforme a un lado y la larga superficie brillante de un lago al fondo.
Hugh me pidió que fuera a Wittenberg and Company, una librería que había en la avenida Madison de Nueva York, y comprara las dos últimas copias que tenían de ‘Los Americanos’: la edición original en francés, en la que el editor Robert Delpire había escrito textos que acompañaban a cada una de las imágenes, y la primera edición de American Grove Press, cuyo único texto era la introducción escrita por Jack Kerouac. La mitad de esa copia de huecograbado había sido encuadernada boca abajo. Cada libro costaba 7 dólares.
El año pasado, toqué el timbre de la casa que Robert Frank compartía con su segunda esposa, June Leaf, en la calle Bleecker de Manhattan, y subí los dos tramos estrechos y desgastados de escaleras que conducían a la habitación que Robert usaba como dormitorio, cocina y sala de estar. Robert tenía entonces noventa y tres años, y había estado acostado allí en la oscuridad. Cuando entré se levantó, se sentó en su pequeña mesa de la cocina envuelto en un pesado albornoz. Cuando me senté frente a él y hablamos, me fijé en sus pies desnudos bajo la mesa. Me preguntó por mis hijos y por mi salud. Le dije que le veía bien, que tenía más pelo que yo. Llevaba mi cámara, pero con un gesto de cabeza me indicó que no la usara.
Le di las gracias por acogerme y dejarme vivir en su apartamento cuando era joven. Fue cuando regresé a Nueva York tras mi trabajo en Texas (se refiere a ‘Conversations with de dead‘, su proyecto sobre los presos de las cárceles de Texas), tenía veintisiete años y ningún sitio dónde vivir. Robert me dejó mudarme al apartamento que compartía con su familia en West 86th Street. Viví allí durante seis meses. «Yo nunca podría ser tan generoso con nadie», le dije.
Cuando me levanté para despedirme, me dijo: «Gracias por visitarme». Fue una visita tan agradable que me dije que traería a mi hija menor Rebecca para que lo conociera cuando ella viniera a la ciudad ese verano. Pero aquel verano Robert y June lo pasaron en su casa de Mabou, Nueva Escocia, así que nunca lo volví a ver.
Mary, Robert y Andrea Frank en Midway, Texas, 1968. Foto: Danny Lyon.
Hace muchos años, cuando vivía en el valle de Hudson, fui a casa de Robert y June con una enorme lubina. Cogí la lubina que había pescado en el río Hudson, la doblé por la mitad y la metí en una pequeña nevera. La llené de hielo y la llevé a la ciudad en tren. Por aquel entonces, casi no hablaba con Robert, y llevarle el pez era en realidad una excusa para verle. Al día siguiente sonó el teléfono en mi casa del condado de Ulster. «Solo quería darte las gracias por traer el pescado». Todavía conservaba su acento suizo. «Me impresionó mucho que lo trajeras. Es todo un detalle», dijo, y colgó. Fue la única vez que Robert me llamó por teléfono. Yo me sentía en el séptimo cielo.
Habían pasado varios años desde que viví en su casa y ya no teníamos tanta relación, pero aun así intentaba saludarlo o enviarle una carta de vez en cuando. Una vez, le envié la novela ‘The Road Home’ de Jim Harrison, y cuando volví a verlo me dijo: «Ya lo tenía». Era obvio que yo estaba tratando de retomar nuestra amistad.
Durante una de mis visitas, él me preguntó cuántos años tenía. Me eché a reír: tenía sesenta y ocho años. Y Robert me dijo: «Sabes, esto ya no puede ser como solía ser«. Quería decir que él había cambiado, y que yo también había cambiado. Ya no tenía veintisiete años. No se puede volver al pasado.
Hace tres años, uno de los comisarios de mi retrospectiva, Julian Cox, quiso incluir una de las fotos de Robert en el catálogo de la exposición; aquella que tomó siguiendo la línea central de una carretera, y colocarla junto a una foto que yo saqué en Mississippi, también de pie en medio de una carretera. Julian no consiguió el permiso, así que llamé a Robert y le interrumpí mientras comía. Le expliqué que incluir su foto era bueno para el catálogo de mi exposición porque era una forma de mostrar su influencia en mí. Pero él no estaba interesado. «¿Por qué diablos querría tener una de mis fotos en tu libro?», me dijo, dando casi por terminada la conversación. Tenía una forma muy personal de pronunciar «fuck» (joder). Sonaba como «quack» (charlatán). Hay algo entrañable en ser insultado por un verdadero Beatnik.
Robert Frank era una persona muy celosa de su vida privada. Sabía que consideraba Para él, cualquier violación de su privacidad era una traición personal, así que me sorprendió cuando el conservador Philip Brookman, a quien conocía de la Galería Corcoran en Washington, me llamó un día para decirme que quería entrevistarme para una película que estaba haciendo sobre Robert. Me negué y le expliqué que no aceptaría a menos que recibiera una nota de Robert diciendo que no tenía problema en que hablara de él. Más tarde, cuando vi la película en televisión, lamenté no haber aceptado. Un día, me encontré con Robert en la calle Bleecker y le dije que lamentaba no haber participado en su película. Era Yom Kippur (en la tradición judía, es la época para la expiación, el perdón y el arrepentimiento sincero) y Robert dijo: «Es un buen día para pedir disculpas».
En 1967, formé parte de un evento junto con los artistas de Park Place en la Judson Memorial Church en Washington Square, Nueva York. Estaba de pie asomado al balcón con el escultor Mark di Suvero y mirábamos a la multitud de personas que merodeaban por el vestíbulo una vez acabado el show. Justo en medio había un hombre bajo con cabello oscuro y rizado y una mujer alta y atractiva. «Esos son Robert y Mary Frank», dijo Mark, señalándolos. «¿Te gustaría conocerlos?»
Aquel fue el comienzo de una amistad que duraría unos dos años hasta que a principios de 1969 me mudé al apartamento en el que vivían, en la calle 86 oeste. Sus dos hijos estudiaban fuera y me instalé en la habitación de Pablo. Yo tenía 27 años y Robert 44. A cambio vivir allí, ayudaba a Robert a hacer sus películas, principalmente encargándome del audio con un gran Nagra IV (magnetófono profesional portátil) y un micrófono de escopeta Sennheiser. Había terminado mi trabajo de las cárceles de Texas y había filmado mi primera película en Houston. Me traje todo el metraje a Nueva York, donde planeaba editarlo. También traje conmigo una cámara Éclair de 16 mm que pertenecía al Media Center de Houston, un aparato muy popular entre los cineastas. Les dije a los del centro que tenía que grabar algo en Nueva York. Eso no era exactamente así, pero sabía que Robert usaría la cámara. En el tiempo que viví en su apartamento, filmó tres películas: ‘Conversations in Vermont’, ‘About me: a musical’ y ‘Life-raft Earth’. Recuerdo que fumábamos marihuana casi todas las noches.
A principios de la década de 1960, su libro ‘Los Americanos’ estaba descatalogado, pero era una obra legendaria entre la pequeña comunidad artística que vivía principalmente en los lofts del Bajo Manhattan. Finalmente, fue reimpreso por Aperture en 1969, con Sid Rappaport usando su técnica del duotono, que consistía en pasar las hojas por la prensa dos veces con dos tipos de tinta negra. En el mismo año, en las mismas prensas, Sid imprimió mi segundo libro, ‘The Destruction of Lower Manhattan’ (La destrucción del Bajo Manhattan).
Bruce Davidson, que trabajaba para Magnum, vivía en el mismo gran edificio de apartamentos que los Frank en el Upper West Side. Robert había sido rechazado por Magnum mucho antes, por, según decía él, «tener una mancha de huevo en mi camisa». Yo vivía en casa de Robert usaba el cuarto oscuro de Bruce para hacer las impresiones para el libro del Bajo Manhattan y el de las prisiones de Texas.
El dinero escaseaba y Robert y yo pagábamos a medias los 25 dólares que costaba el alquiler de una Moviola para editar películas. Yo la usaba durante el día y Robert por la noche. Recuerdo que en el suelo de la misma habitación donde estaba la Moviola, Robert tenía un pequeño televisor en blanco y negro, con una percha de alambre como antena, a la que Robert ponía papel de aluminio para ajustar la recepción de la señal.
Después de devolver la cámara Éclair al Centro de Medios en Houston, decidimos comprar una igual a medias. Su padre nos la trajo de Suiza para evitar el impuesto que se aplicaba a las compras de los extranjeros. La lente Angénieux la compró el fotógrafo de Magnum Marc Riboud en París. Quedé con él en un hotel del centro de la ciudad para recogerla. En total pagamos unos 5,000 dólares a medias. Mientras él grababa música, yo le seguía con el micrófono. Se movía como un bailarín.
Robert Frank y Danny Lyon, con Mary Frank al fondo, en Midway, Texas, 1968.
Más tarde, viajamos juntos a Texas, donde lo convencí para que me acompañara a una prisión de Texas con nuestra nueva cámara de 16 mm, algo que nunca hubiera hecho por ningún otro cineasta. Solo quería presumir de que podía hacerlo.
La noche en la que el hombre llegó a la luna estábamos filmando en Tompkins Square, en Nueva York. Un niño se me acercó y pidió cinco dólares por una tarjeta MasterCard robada. En aquella época era habitual robarlas de los buzones particulares. Regateé el preció y al final le pagué dos dólares. Luego le mostré la tarjeta orgulloso a Robert. El nombre que ponía en la tarjeta era «Sweeney».
A la mañana siguiente, Robert paró su camioneta frente a una tienda de cámaras en el centro de Madison Avenue, y para probar la tarjeta compré algunos rollos de película a color de 35 mm. Le dije al empleado que me había dejado mi identificación en el coche. Me quedé mirando hacia la puerta, pensando si tendría que salir corriendo y subir al coche para huir volando si no aceptaban la tarjeta. Pero el pago se realizó sin problemas.
Luego nos dirigimos al centro. Entré y salí de varias tiendas y compré de todo, desde elefantes de peluche para los niños hasta ropa para Mary, llenando la parte trasera del coche mientras Robert seguía sentado delante. Quería comprar billetes para ir a Albuquerque, donde habíamos estado filmando, pero Robert no me lo permitió, así que en lugar de eso fuimos a cenar langosta. Luego me obligó a tirar la tarjeta a un cubo de basura que había en una esquina.
Ese agosto de 1969, pasé los tres días del festival de Woodstock en el cuarto oscuro de Bruce Davidson escuchando las noticias que hablaban de atascos de más de 15 kilómetros en el estado de Nueva York, contento por no estar allí. Cuando todo aquello terminó, Robert y yo nos dirigimos al JFK para tomar un vuelo de American Airlines a Albuquerque. Prácticamente todos los asientos estaban ocupados por hippies del Hog Farm de Nuevo México que habían venido a «vigilar» el concierto. Después de pasar horas en la pista, los chicos y chicas comenzaron a tocar los bongos y un hombre bajó por el pasillo con una bota de vino y pequeñas tazas blancas ofreciendo «refresco eléctrico» a todos. Robert se aburría lo suficiente como para tomar prestada mi Leica y hacer algunas fotos de los niños en sus asientos. En mis viejos contactos, tengo algunas fotos agrupadas y marcadas en amarillo, con una nota que dice: «Estas las hizo Robert».
Mary Frank me dijo que cuando ella y Robert eran más jóvenes, solían darle sus esculturas al carnicero a cambio de carne. Robert nunca tenía dinero. Cuando Harold Hayes, el editor de Esquire con quien Robert jugaba al tenis, quiso hacer un perfil de Robert y él se negó, Mary fue sincera con él: «Por eso nadie conoce tus películas», le dijo. Entonces Robert golpeó la mesa con la mano y ahí me di cuenta de que las cosas no iban bien entre ellos. Poco después, yendo él y yo en camioneta por la Quinta Avenida, Robert se detuvo cerca de la calle 42, me dijo que me sentara en el asiento del conductor y salió del vehículo. Cuando le miré, me dijo: «¿Qué pasa? ¿Es que nunca has oído hablar de la gente que tiene una aventura?» Y se fue.
Una vez, en su apartamento, puso un disco de Ma Rainey cantando «See See Rider«. Era una de las canciones del LP, y tan pronto como terminaba la canción, él levantaba la aguja y la ponía de nuevo. Lo hizo una veintena de veces. Cada vez que oigo esa canción me acuerdo de él, y a veces hago lo mismo: escucharla una y otra vez. «Me voy, nena, pero seguro que no quiero ir. / Cuando te deje esta vez, nunca más me verás». Es una canción sobre un amante infiel.
Cuando estábamos filmamos ‘Life-raft Earth’ en el desierto de Nuevo México, fumando marihuana y buscando rocas para recoger, un día él se volvió hacia mí y me dijo: «Envidio la posición en la que estás». Su comentario me sorprendió, pero luego me di cuenta de lo que él quería decir: yo era soltero, era libre, hacía lo que quería desde que me despertaba por la mañana.
Un día, en 1970, cuando volví de Nuevo México, entré en la sala de estar de los Frank y me encontré con un hombre alto, guapo y más joven de pelo largo y pantalones acampanados de pana, ajustados. Conocí a muchas personas en aquella sala de estar: Sam Shepard, que había ayudado a Robert con el guión de ‘Me and My Brother’, su única película filmada en 35 mm y que estaba siendo exhibida cerca de allí, en el New Yorker Cinema; Michael J. Pollard, el actor que interpretó al mecánico en ‘Bonnie y Clyde’; y, una vez, me encontré al fotógrafo Lee Friedlander. Fue la única vez que lo vi. Pero este joven, Danny Seymour, era diferente. Robert me lo presentó como el mejor director de fotografía de Nueva York. Cuando a Robert le salió un trabajo en California para rodar con Peter Fonda, cogió la cámara que teníamos a medias y se llevó a Seymour en lugar de a mí para ocuparse del sonido, sin ni siquiera molestarse en comentarme nada.
Después de eso, le dije que uno de nosotros debería comprarle su parte de la cámara al otro, que Sweeney Films había terminado. «Quédatela», me dijo, «de todos modos, está vieja».
Aproximadamente diez años después, cuando vivía en la calle Chrystie, el cineasta y escritor Gary Leon Hill, un buen amigo, me preguntó si Robert podía tomar prestada mi cámara. Le dije que sí, que por supuesto que podía. Gary la devolvió unos días después y me dijo: «Robert te lo agradece», y luego añadió: «Creo que me está alejando de él». Lo cierto es que Gary también estaba a punto de ser reemplazado por otro joven cineasta y fotógrafo. Alguien para ayudar a Robert. Alguien que lo vigile. Alguien que esté cerca de él.
Danny Seymour, que tenía un fondo con dinero, hizo mucho más que escuchar a Robert. Le dio a Robert el dinero para la entrada de una casa en Nueva Escocia, donde Robert se mudó en 1970.
Yo dejé Nueva York ese mismo año, y me fui a Nuevo México. Me mudé a una casa de adobe y sin teléfono en un pueblo el que había gente de la que ves cuando caminas temprano por la calle 86 para comprar el periódico. Estaba dejando Nueva York, las drogas, Robert y todo eso atrás.
Seymour compró un barco y navegó alrededor del Caribe, en lo que entonces se llamaba el Triángulo Dorado y fue asesinado allí.
Hay otra frase de ‘See See Rider’: «Mi casa está en el agua y no hay tierra que me guste…» Robert Frank pasó sus últimos días en tierra, mirando el océano desde su casa en Canadá, la casa que Danny Seymour le ayudó a comprar.
Para todos los artistas, hay una diferencia entre la persona y su trabajo. El hombre con el que yo viví era la persona. Y a él es a quien quiero recordar. Robert trajo integridad a un arte plagado de compromisos e intereses. La naturaleza de la fotografía es preservar el pasado. Nunca filmé a Robert, solo le hice fotos. Pero, hace unos años, Nancy y yo íbamos por Bleecker una tarde y yo llevaba una GoPro conmigo, una de esas nuevas cámaras de video digital en miniatura. Robert y June estaban sentados al sol en el exterior de su casa. Pasamos con la cámara a su alrededor. Lo filmé y él me filmó a mí. Cuando Nancy y yo nos íbamos, él me miró y me dijo, con gran emoción: “Qué bueno verte de nuevo».
Danny Lyon y Robert Frank, en el exterior de la casa de Frank y June Leaf en la calle Bleeker, el 25 de mayo de 2015. Foto: Nancy Lyon.
*Danny Lyon es fotógrafo, cineasta y escritor estadounidense. Considerado uno de los pioneros del «Nuevo Periodismo», Lyon está entre los documentalistas más influyentes del siglo XX. Fotógrafo autodidacta, su pasión por los cambios sociales y la fotografía le han llevado a sumergirse de lleno en los temas y grupos sociales que documenta. Es autor de 12 documentales de corte social y de varios trabajos fotográficos de renombre, entre los que destacan ‘Conversations with the dead’, de 1971 (un recorrido por seis prisiones de Texas durante 14 meses), ‘The bikeriders’, de 1967 (documenta la vida de los moteros del medio oeste americano) y ‘Uptown’, de 1965 (muestra el día a día en un barrio de inmigrantes del norte de Chicago).
**El artículo lo encontré en el grupo de Facebook del programa de radio Full Frame. ¡Gracias a la fotógrafa Pilar Silvestre por compartirlo!
***El artículo original en inglés se titula ‘When fathers die: remembering Robert Frank‘ y fue publicado en NYR el 27 de septiembre de 2019.