Pensé que sería fácil, y no lo fue. Pensé que me llevaría apenas unas horas, volví a equivocarme. Y menos mal. Cuando el fotógrafo Luis Vioque se puso en contacto conmigo para proponerme escribir el prólogo de ‘Nórdica’, su siguiente trabajo, no podía ni imaginar lo que con ello aprendería sobre la escritura y la fotografía y la intrincada forma de combinarlas, pero, sobre todo, sobre el paisaje.
Al contrario de lo que pensamos, no es fácil enfrentarse al paisaje. Tampoco lo es escribir sobre él, y menos, si me apuráis, escribir sobre el paisaje de otro. Y es que el paisaje, como tal, es pura subjetividad, una construcción de nuestra mirada y nuestra forma de percibir, un reflejo de quiénes somos, de dónde venimos y a dónde creemos ir. En este sentido, el paisaje no existe como tal, no como una realidad netamente física y objetiva. Y decir esto no es ninguna barbaridad, lo que sucede es que demasiado a menudo confundimos el paisaje con el medio físico, o con el territorio, que es la idea política de ese medio físico. El paisaje, en realidad, es un concepto, y para existir, necesita ser mirado. Mirado e interpretado por alguien. De ahí ese salto al vacío, ese vértigo y, sin embargo, esa libertad que sentí a la hora de crear el texto para el libro de Luis. Y de ahí también su dificultad.
Sus imágenes, sus paisajes, me evocaron cosas concretas que parecían brotar de forma inconexa, pero cosas que eran mías, y esta idea es importante. Las montañas se convirtieron en gigantes a mis ojos, no a los de Luis, respiraban y latían en mis oídos, no en los de Luis. Aceptar eso fue la clave para que el texto respirara y creciera porque, si algo tuve claro desde el principio, es que intentar adivinar y poner en palabras lo que esos paisajes, esas montañas y esa luz significaban para él hubiera sido un suicidio. Y lo hubiera sido porque Luis ya plasmó todo eso a través de su cámara. Era un trabajo que ya estaba hecho. Mi texto, entonces, no podía ser una descripción de sus fotografías, debía ser una respuesta abierta a ellas, o mejor, una pregunta disfrazada de respuesta.
Así, los paisajes que Luis captó, sus historias, se convirtieron en mis leyendas, en mi voz, en mi escritura. Su construcción y su subjetividad dieron paso a la mía, la estimularon y la prendieron en un relato cuya magia está en que nace de la mirada de Luis para entrar en los míos en forma de texto. ‘Nórdica’ es su Nórdica, su norte, su historia, su territorio personal de tiempo y espacio. Y «El recuerdo de un gigante dormido», sin embargo, es mi ‘Nórdica’, mi norte, mi historia y mi territorio. Hacer que ambos convivan sin pisarse, sin estorbarse y sin desbordarse el uno en el otro, es fruto de un sutil, que no débil, equilibrio de fronteras. Convivencia y connivencia.
De ahí que el libro se desvele ante mí como una especie de cartografía ajena, un territorio habitado en el que me sumerjo e interpreto, como una invitación a soñar y como una necesidad de hacerlo. Y así, casi sin darme cuenta, me encuentro leyendo ‘Nórdica’ como si de un mapa se tratara, rastreando y (re)construyendo en él mis sensaciones, mis memorias, mi voz, mis palabras… Y tejiendo mi texto.
‘El recuerdo de un gigante dormido’ es mi respuesta personal y subjetiva al imaginario visual de Luis, ese que provoca que, tras esa primera «lectura visual» de su libro, y durante no horas, sino días, una frase se repita una y otra vez en mi cabeza: Todo paisaje es el recuerdo de un gigante dormido, todo paisaje es el recuerdo de un gigante dormido, todo paisaje es el recuerdo de un gigante dormido… Parece y tiene forma de afirmación, pero en realidad es una gran pregunta. Esa es la puerta de entrada al precioso libro de Luis, y al mundo de sensaciones, ensoñación y sentimiento al que solo nosotros, espectadores, podemos dar mil y un sentidos.
«El recuerdo de un gigante dormido»
Dicen que la montaña que abre ‘Nórdica’ es el recuerdo de un gigante dormido, que las lejanas y frías tierras del norte fueron en su día hogar de gigantes, enormes y pesados colosos de forma humana que habitaron el mundo mucho antes que los dioses, y que, cuando éstos aparecieron exhibiendo su poder y reclamando su reinado absoluto, los combatieron impulsados por una ira y soberbia propias de su tamaño.
Dicen que, una vez derrotados por los dioses, de las cenizas de su fuerza nació la capacidad destructiva de la naturaleza, y de su soberbia herida, la belleza del paisaje. Dicen que cada enorme montaña, cada valle atravesado por un río, cada desfiladero, cada glaciar, contiene parte de aquella furia no aplacada. Que cada deshielo es una herida, un leve palpitar de un sueño agitado, un tenue y baldío intento de volver a la vida; y que cada tormenta es un castigo de los dioses que no olvidan la urgencia de seguir conteniendo a aquella antigua furia dormida.
Dicen que hay sirenas de agua helada que, por las noches y al abrigo de la luna, vigilan el sueño de aquellos gigantes. Y que con sus cantos tejen hechizos que los mantienen dormidos hasta que vuelve a ponerse el sol. Dicen que los días, meses, años y siglos fundieron a los gigantes con la tierra, los arrullaron con el suave sonido de mares y lagos, hasta que la naturaleza acabó cubriéndolos con un pesado manto de polvo y roca.
Dicen que, de vez en cuando, aparece un hombre que camina incansable, pausado pero alerta, por esa tierra, un hombre de mirada inquieta, serena, que se detiene, que escruta, que vigila y que, en un momento, alza la vista y la fija en un punto del horizonte. Un leve movimiento en el paisaje, un guiño de luz, un pestañeo, un pequeño temblor. Algo le hace contener la respiración. El gigante dormido y durmiente se revela ante sus ojos.
Dicen que ese mismo hombre planta su cámara y escucha, en silencio, el latido cadente y profundo que alimenta y sacude la tierra. Es el momento, es la luz, es el contorno de la vida y la historia desplegándose ante su rostro. Dicen que ese hombre responde al nombre de Luis Vioque, fotógrafo que viaja, viajero que fotografía. Que con su cámara y su mirada paciente es capaz de captar la majestuosidad, la grandeza y la belleza surgida de la inexorable huella del tiempo. Las hace suyas, se las roba a la quietud. A la historia. A los dioses. Al sueño.
Dicen que de sueños, precisamente, y de curiosidad y ganas de ver, se alimentó la mirada de Luis durante años. Que de ahí nació su Viaje Imaginario, allá por el 2000, el primer paso de un periplo iniciático, vital y visual, la respuesta inevitable al ansia por convertir pasos en fotos, emociones en imágenes, entrañas en paisajes. Siempre caminando, siempre mirando… Incansable, insaciable, en pos de la luz.
Dicen también que, antes de alumbrar Nórdica y de perderse en tierra de gigantes, Vioque transitó por Mares de Portugal y por Océanos de Arena, lugares físicos y emocionales en los que el Mediterráneo y el Atlántico moldearon luces, pincelaron formas, dibujaron horizontes y alumbraron sombras… Y que de pronto, un día, un impulso, el atisbo de una certeza, o quién sabe, si el canto de una sirena, lo empujaron y le hicieron partir en otra dirección, hacia el lejano y desconocido norte, hacia cordilleras con entrañas que palpitan, hacia caminos en los que el frío crepita. Y poco después de esa primera visita a tierras extrañas, nace Islandia, preludio de este Nórdica, el relato visual de un mundo para él nuevo y aún inexplorado, un lugar donde cielo y mar se reflejan hasta el infinito, donde caminos y brumas se funden sin fin.
Dicen que, desde entonces, la mirada de Luis busca sin cesar esa otra luz, la del norte, la que nace y muere entre montañas y valles helados; aquella cuya llamada, sin saberlo, llevaba años escuchando. Las sirenas lo acompañan desde la lejanía de las aguas, lo vigilan, recelosas, preguntándose qué será lo que busca, qué magia esconde la tierra, qué secretos atrapa en sus fotos. Y mientras tanto… mientras tanto son los gigantes los que susurran. Ven, acércate, detente, mira, escucha. Es el sonido de la luz de Nórdica, el brillante hechizo del norte, ese que su cámara atrapa y muestra desde la honestidad, desde la paciencia, al albor de una tierra plagada de enigmas, sin necesidad alguna de artificios.
Dicen que, con estas fotografías elegantes, serenas y atemporales, Vioque les ha devuelto a los gigantes aquello que las caprichosas y poderosas deidades les arrebataron: la eternidad, la inmortalidad y, de alguna forma, el aliento. Y que esas diminutas figuras humanas que se cuelan en sus fotografías son su particular recordatorio y su homenaje a la grandeza de los seres que un día dominaron y dieron forma al mundo. A golpe de tierra, a golpe de piedra. De piedras que hablan.
Dicen, por cierto, que en aquellas tierras, allá donde cayeron gigantes y se perdieron vidas, aparecieron algunas de aquellas piedras de alma antigua, como monolitos, que vigilan caminos, senderos y rutas hoy apenas visibles, los mismos lugares por los que transita Vioque con su cámara. Piedras en las que alguien, hombre, gigante, Dios o el mismo tiempo, grabó las huellas de los ecos del pasado, de voces que dan cuenta de historias, batallas, plegarias y creencias. Relatos ocultos en runas, en símbolos antiguos, vestigio de épocas y vidas que se resisten a ser olvidadas. Runa, aseguran, es el sonido de una piedra chocando con otra. Como las que los gigantes portaban para atacar o defenderse. Como las que ahora los mantienen ocultos del mundo.
Dicen que hoy en día solo cuatro gigantes se dejan ver en esas tierras, cuatro figuras pétreas, inmóviles e imponentes. Cuatro, como los cuatro países de los que surge, tan imponente como hermosa, esta Nórdica de Vioque; Noruega, Suecia, Dinamarca y Finlandia, retazos de territorio, luz y belleza robados al antiguo reino de los gigantes. Cuatro figuras blancas como la luz y el frío que miran al mar, obra de humanos, que no de dioses, como obra de humanos son el puente que une dos orillas, la vía de tren que parece buscar el infinito, el barco que desafía a la corriente, la carretera que capitula y decide bordear, y no cruzar, la hilera de montañas… esos enormes montículos donde moran las almas de los antiguos gigantes. Todos esos elementos descansan solemnes en las fotografías de Vioque.
Dicen que solo el silencio y la reverencia de la mirada de un fotógrafo como Luis Vioque es capaz de desnudar y mostrarnos el alma y la belleza de un gigante en eterno reposo.
Dicen…
Dicen que todo paisaje es el recuerdo de un gigante dormido.
NOTA
Hermoso libro y no menos hermosa intro 🙂 Justamente me llegó ayer
Me alegro mucho de que te guste 🙂
¡Bellísimo texto!
Muchísimas gracias, Pere! 🙂
Dicen que una buena foto no necesita un texto que la acompañe, que es capaz de expresarse sin palabras que la sostengan. Yo no opino exactamente así: la fotografía no es un lenguaje sensu estricto, no tiene la posibilidad de transmitir algo que todos los observadores sean capaces de entender sin discrepancias e igual magnitud. Por supuesto, lo mismo le pasa al que redacta el texto …. con lo que no hemos avanzado gran cosa. Sin embargo, sí hay personas que son capaces de ver algo más que el resto, de sentir lo que otros no logran, de percibir lo oculto para otros, en resumen, de desvelar los secretos que las imagen esconden.
Dicen que Luis Vioque supo elegir muy bien quién iba a hacer hablar a sus fotografías.
Muchísimas gracias, Francisco Javier! 🙂
Belo texto para um belo trabalho.
Muchas gracias! 🙂
Saboreándolo, un libro exquisito
Gracias, Miguel!