Erich Hartmann (1922-1999) vivía en Alemania hasta que, en 1938, a los 16 años de edad, tuvo que emigrar a Estados Unidos para huir del nazismo. Allí se alistó en el ejército y, al estallar la guerra, volvió a Europa para combatir ante los que años atrás habían sido sus compatriotas. En Bélgica, Francia y Alemania fue testigo de primera mano del afán exterminador del ejército nazi y de sus espeluznantes prácticas.

Acabada la guerra, Hartmann volvió a Estados Unidos y se convirtió en fotógrafo. Estudió en Nueva York y entre sus maestros hubo grandes nombres como los de Berenice Abbott y Alexei Brodovitch. Comenzó haciendo retratos en un estudio, pero pronto lo dejó y apostó por el fotoperiodismo. Entró en Magnum y llegó a presidir la gran agencia en los años 1985 y 1986.

Al final de su carrera profesional, Hartmann sintió lo que él calificaba como «la llamada» de los campos de concentración: sentía que tenía que volver allí, esta vez con su cámara, para poder cerrar la historia. Y así lo hizo.

Alemania, cerca de Wiemar. 1994. Puerta principal con la leyenda 'Jedem das seine' (a cada uno lo que se merece) del campo de Buchenwald. Foto: Erich Hartmann (Magnum), en el libro 'In the camps'.
Alemania, cerca de Wiemar. 1994. Puerta principal del campo de Buchenwald con la leyenda «a cada uno lo que se merece». Foto: Erich Hartmann (Magnum).

Durante los años 1993 y 1994, el antiguo combatiente reconvertido en fotógrafo recorrió un total de 22 campos de concentración y documentó los vestigios del horror que iba encontrando. Fruto de este trabajo nació el libro ‘In the camps‘ (en los campos), publicado en 1995, una obra llena de lugares y paisajes desolados, abandonados, fríos y silenciosos en los que, sin embargo, aún parecen escucharse los gritos de quienes los habitaron. Son la memoria de la vergüenza, fotografías que duelen por lo que sugieren y que hablan por los que callan.

Pero además de las fotografías, el libro incluye otra joya: la introducción escrita por el propio Enrich Hartmann en la que cuenta lo que sintió al regresar a los campos de exterminio con su cámara y sus reflexiones después de haber sido testigo de aquella atrocidad. A mí el texto me encantó, y traducirlo y publicarlo es mi pequeño tributo a todas las víctimas del sinsentido de la raza humana ahora que acaban de cumplirse 75 años de la liberación de Auschwitz. Espero que os resulte tan interesante como a mí.

Francia, cerca de Le Struthof. 1994.  Alambrada del campo de Natzweiler. Foto: Erich Hartmann (Magnum), en el libro 'In the camps'.
Francia, cerca de Le Struthof, 1994. Alambrada del campo de Natzweiler. Foto: Erich Hartmann (Magnum).

INTRODUCCIÓN AL LIBRO ‘IN THE CAMPS’, por Enrich Hartmann

Hubo un tiempo en el que la palabra Dachau se refería a una vieja y pintoresca ciudad que se encontraba a poca distancia en tren de Múnich, un lugar cuyos páramos eran uno de los motivos favoritos de los pintores paisajistas. Desde principios de 1933, siendo yo adolescente, poco después de que los nazis ascendieran al poder en Alemania, y hasta el final de la guerra en 1945, Dachau fue el nombre del campo de concentración que construyeron en las tierras que hasta entonces se habían utilizado para cultivar patata en las afueras de la ciudad. Su nombre oficial era «Centro de trabajo y reeducación», pero pronto hubo murmullos, luego rumores y, finalmente, testigos presenciales que afirmaban que aquel era un lugar de brutal, donde la violencia se ejercía de forma indiscriminada y se destruían vidas de forma sistemática.

Dachau estaba destinado a ser el primero de muchos de esos lugares, parte de un sistema de campos de concentración planeado y organizado con unos fines claramente definidos: eliminar toda oposición política al régimen nazi por medio del terror y utilizar a todos los prisioneros sanos para realizar trabajos forzados en la industria alemana hasta que la inanición y agotamiento acabara con ellos, momento en el que serían asesinados. Finalmente, los campos servirían para destruir el espíritu y el cuerpo de hombres, mujeres y niños declarados inservibles para la vida de acuerdo con las leyes raciales de la autoproclamada «Raza superior». Aquí entraban homosexuales, gitanos, miembros de influyentes grupos cristianos y discapacitados físicos y psíquicos. Y, por supuesto, los judíos.

Polonia, Oswiecin. 1994. Construidos originalmente como establos para la caballería polaca, en edificios como este de Birkenau se hacinaban más de 1.000 prisioneros. Foto: Erich Hartmann (Magnum), en el libro 'In the camps.
Polonia, Oswiecin. 1994. Construidos originalmente como establos para la caballería polaca, en edificios como este de Birkenau se hacinaban más de 1.000 prisioneros. Foto: Erich Hartmann (Magnum).

Mi primera toma de contacto con Dachau fue temprana, y su recuerdo nunca me ha abandonado. Tuve un pequeño accidente al caerme de mi bicicleta y cuando entré en la sala de espera de una clínica cercana, me encontré a dos hombres allí; uno estaba de pie y el otro sentado al borde del banco. El que estaba de pie vestía el uniforme negro, las botas y la insignia de la calavera de las SS, el otro vestía el pijama de rayas gris azulado y los zuecos de madera de los presos de Dachau. Tenía la cabeza afeitada, su cara estaba demacrada y se le veían varios hematomas. Ninguno de los dos habló. No sé por qué estaban allí. El guardia de las SS miraba hacia el jardín recién florecido en primavera, y el prisionero miraba al suelo o, ocasionalmente, también hacia fuera de la habitación. No se miraron el uno al otro. Hubo un momento en el que el guardia de las SS me miró, pero sin ningún interés. En sus ojos vi la calma de aquel que tiene el poder físico total. Mis ojos y los del prisionero no se encontraron en ningún momento, pero vi en ellos un vacío que nunca había visto antes. Su rostro no tenía expresión alguna. Lo único que vi fue la ausencia de expectativas y esperanza, una expresión vacía; la nada. Entonces me llamaron para entrar en la consulta del médico y me vendaron las rodillas heridas. Al salir, los dos hombres ya no estaban. No volví a ver a ninguno de ellos, pero incluso hoy sería capaz de reconocer al prisionero.

Alemania, 1933. Hornos crematorios en el campo de concentración de Dachau. Foto: Erich Hartmann (Magnum), en el libro 'In the camps'.
Alemania, 1933. Hornos crematorios en el campo de concentración de Dachau. Foto: Erich Hartmann (Magnum).

Había escuchado mil veces la frase «se me heló la sangre»; y ahora sabía lo que significaba. Por primera vez en mi vida, en aquella sala de espera, sentí verdadero miedo y verdadero terror. Fui consciente racional y emocionalmente de lo que los nazis estaban haciendo con la Alemania que era mi hogar y que amaba: «un infierno helado», como escribió un sobreviviente de Dachau.

Durante unos minutos, incluso en ese ambiente limpio y antiséptico de la clínica, percibí cómo sería ser prisionero de las SS y más tarde me di cuenta de que había visto las dos caras de la Alemania nazi, las dos caras de la muerte: la del asesino y la de la víctima.

Lo que estaban haciendo los nazis era transformar la corriente romántica alemana que había dado lugar a una literatura y un arte de gran calidad en un culto a la muerte que desataba un sistema bárbaro de asesinatos entre sus enemigos, y en última instancia, entre ellos mismos. La muerte se convirtió en el principal instrumento del «Reich de los mil años» y en la gran carga de su legado hasta el día de hoy.

Francia, cerca de Le Struthof, 1994. Lugar donde se pasaba lista y se ahorcaba a los prisioneros en el campo de Natzweiler. Foto: Erich Hartmann (Magnum), en el libro 'In the camps'.
Francia, cerca de Le Struthof, 1994. Lugar donde se pasaba lista y se ahorcaba a los prisioneros en el campo de Natzweiler. Foto: Erich Hartmann (Magnum).

En los más de cincuenta años transcurridos desde que emigré a los Estados Unidos, nunca he encontrado una explicación al hecho de que mi padre no acabara en un campo de concentración. Al igual que muchos otros que sí fueron deportados, mi padre era un judío de clase media, un hombre de éxito en su trabajo, un socialdemócrata de toda la vida, discreto pero conocido y respetado en la comunidad.

Quizás le salvó el haber luchado con el ejército alemán en la Primera Guerra Mundial y haber sido condecorado por su valor en las trincheras de Francia. Al principio, al menos, los nazis parecían tener cierto respeto por el patriotismo, incluso por el de los judíos. Pero si mi madre no hubiera tenido parientes en Estados Unidos que permitieran a toda nuestra familia (padres, dos niños y una niña pequeña) abandonar Alemania en el verano de 1938, ninguno de nosotros habría escapado a los campos de exterminio por mucho más tiempo. Aquellos de nuestros parientes y amigos que no pudieron o no quisieron marcharse fueron deportados y pocos de ellos sobrevivieron.

Francia, cerca de Le Struthof, 1994. Mesa de palizas en el campo de Natzweiler. Foto: Erich Hartmann (Magnum), en el libro 'In the camps'.
Francia, cerca de Le Struthof, 1994. Mesa de palizas en el campo de Natzweiler. Foto: Erich Hartmann (Magnum).

Tenía dieciséis años cuando salimos de Alemania y fue tremendamente doloroso para mí perder lo que creía que era mi país y mi idioma. Era duro comenzar de cero y echar raíces en un nuevo hogar; al menos eso parecía en aquel momento. Pero pronto, a medida que las noticias llegaban desde Europa, llegamos a comprender que nos habíamos ahorrado un destino que parecía increíble incluso a la luz de lo que habíamos vivido entre 1933 y 1938: un gobierno legalmente elegido estaba convirtiendo aquel país del que habían salido grandes filósofos y artistas en un instrumento de terror sistemático, de brutalidad, esclavitud, tortura y asesinatos que sumieron, como un incendio que se propaga rápidamente, a millones de personas inocentes (judíos y muchos otros) en un frenesí de muerte y destrucción. Finalmente, hubo más de mil campos y subcampos de concentración, un vasto y sombrío paisaje de alambre de púas que atravesaba Alemania y que conquistó Europa.

Polonia, Lublin, 1994. Alambrada que rodeaba el campo de concentración de Majdanek. Foto: Erich Hartmann (Magnum), en el libro 'In the camps'.
Polonia, Lublin, 1994. Alambrada que rodeaba el campo de concentración de Majdanek. Foto: Erich Hartmann (Magnum).

No solo nosotros y otros refugiados del nazismo supimos de las atrocidades que se estaban cometiendo mucho antes de que acabara la guerra, también lo supo el resto del mundo. Poco después todos sabían también que la mayoría de los alemanes habían hecho poco para protestar y muy poco para hacer frente la aquel clima de violencia que sedujo a todo un país y que llevó a atacar a muchos otros países de Europa. En Alemania, la frase «no sabíamos lo que hacían» sigue vigente y mi respuesta ante quienes la dicen sigue siendo la misma: «Qué raro que no lo supieras, porque nosotros sabíamos lo que estaban haciendo». Sin embargo, la frase «no queríamos saber lo que hacían» no se escucha a menudo.

Polonia, Lublin, 1994. Huesos guardados en cajas en el crematorio del campo de concentración de Majdanek. Foto: Erich Hartmann (Magnum), en el libro 'In the camps'.
Polonia, Lublin, 1994. Huesos guardados en cajas en el crematorio del campo de concentración de Majdanek. Foto: Erich Hartmann (Magnum).

Me alisté voluntario para el servicio militar la mañana después del bombardeo de Pearl Harbor y tuve que esperar un año para ser aceptado, ya que, por ser alemán, todavía era considerado un «enemigo extranjero» y estaba catalogado como un «antifascista prematuro». Pero finalmente fui admitido y pasé tres años en el ejército americano, la mayoría de ellos en Europa, haciendo el habitual «Gran Tour» (Inglaterra, Francia, Bélgica, Alemania). Cuando terminó la guerra y ganamos, creí que había pagado una deuda de gratitud con los Estados Unidos, el país que nos había acogido y que nos había salvado la vida.

No mucho después del día de la victoria en Europa (que llegó con la rendición nazi), yo estaba destinado en Augsburgo y conduje hasta el campo de concentración de Dachau. Para entonces, todos los muertos que previamente habían sido apilados en el suelo por las tropas aliadas de liberación habían sido ya enterrados, y la mayoría de los barracones habían sido vaciados y destruidos para detener la propagación de enfermedades.

Polonia, Oswiecim, 1994. Slogans en los travesaños del campo de concentración de Birkenau: "La limpieza es salud", "Sé honesto", "Sé ordenado", "La honestidad es para siempre". Foto: Erich Hartmann (Magnum), en el libro 'In the camps'.
Polonia, Oswiecim, 1994. Slogans en los travesaños del campo de concentración de Birkenau: «La limpieza es salud», «Sé honesto», «Sé ordenado», «La honestidad es para siempre». Foto: Erich Hartmann (Magnum).

Como parte de la bienvenida improvisada para los visitantes, en uno de los barracones se colocó un uniforme de prisionero cerca de la puerta con un letrero colgado del cuello que decía «ICH BIN WIEDER DA», «HE VUELTO DE NUEVO», recordando a aquellos que habían intentado escapar y habían sido capturados para luego obligarlos a permanecer en el patio, con ese cartel colgado al cuello, y golpeados lenta y sistemáticamente hasta la muerte ante el resto de prisioneros.

Recuerdo haber sentido que aquel letrero también se refería a mí, que volvía a estar en mi país natal tras salir de la seguridad de mi nuevo hogar, y que me enfrentaba a lo que les había sucedido allí a personas como yo. Entonces supe que el terror que había sentido cuando vi al prisionero y al guardia de las SS en la clínica había sido un presagio muy certero de un destino que podría haber sido el mío, y que aún no sabía muy bien por qué había conseguido esquivar. Durante mucho tiempo creí que, al haber participado en la liberación de Europa, también había ayudado a detener los sufrimientos y matanzas de los campos de exterminio, y que aquello me había servido además para pagar cualquier deuda que pudiera tener con las personas que habían sido torturadas y asesinadas allí.

Polonia, cerca de Lublin, 1994. Cámara de gas en el campo de concentración de Majdanek. Foto: Erich Hartmann (Magnum), en el libro 'In the camps'.
Polonia, cerca de Lublin, 1994. Cámara de gas en el campo de concentración de Majdanek. Foto: Erich Hartmann (Magnum).

Pero, aparentemente, algunas deudas no se liquidan fácilmente. A lo largo de los años, y cada vez más en el pasado reciente, llegué a sentir una especie de llamada que me pedía regresar a las ruinas de los campos de concentración. No llegó de repente y nunca fue muy clara, sino que consistió en «mensajes sutiles«, a veces ambiguos y siempre inesperados, como lo que sucedió hace unos años cuando mi hijo y yo coincidimos en Munich por casualidad y debido a diferentes motivos. Fue raro. Decidimos que después pasaríamos unas vacaciones cortas juntos. «Pero primero», me dijo, «muéstrame el campo de Dachau». Y ahí es donde comenzamos el viaje. Al igual que yo, mi hijo prefiere la soledad a las rutas turísticas y, por lo tanto, no tuvimos que hablar mucho o atender explicaciones. Cuando salimos del campo, mi hijo me cogió del brazo y dijo: «Estaba pensando que podría haberte perdido aquí».

Finalmente, me di cuenta de que ahora, hacia el final de mi vida laboral como fotógrafo y cerca del cincuentenario de la liberación de los últimos campos, la persona y el fotógrafo que hay en mí se unieron como nunca antes para fotografiar los restos de los campos y de lo que aún queda por ver en ellos. Había fotografiado en algunos campos de concentración de forma ocasional y casual durante mis viajes anteriores a Europa, pero ahora iba a ser un viaje emprendido solo con este propósito. No me hice ilusiones porque no iba a hacer nada nuevo, no iba a agregar nada a la voluminosa documentación ya existente sobre los campos de concentración, y también sabía que estar en los campos o fotografiarlos no devolvería a nadie de la muerte ni aliviaría el sufrimiento de ningún superviviente. Simplemente, me sentí obligado a estar en todos los campos a los que pude ir, cumplir con un deber que no era capaz de definir muy bien y rendir un tributo póstumo a lo sucedido con las herramientas de mi profesión de fotógrafo.

Polonia, Dabie, 1994. Señal que marca la existencia de una fosa común en el campo de concentración de Chelmo. Foto: Erich Hartmann (Magnum), en el libro 'In the camps'.
Polonia, Dabie, 1994. Señal que marca la existencia de una fosa común en el campo de concentración de Chelmo. Foto: Erich Hartmann (Magnum).

A mediados del invierno pasado viajé a los campos de concentración y a los otros lugares que aparecen en este libro. El clima acompañaba; casi siempre estaba nublado y húmedo, había nieve en el suelo y, a veces, una niebla intensa en el aire. Los días eran cortos y la mayoría de las veces todo estaba medio oscuro, incluso a mediodía. En la quietud apenas se oía nada, excepto el ladrido de algunos perros, el crujir de mis zapatos en el suelo y, a veces, el latido de mi corazón. Incluso en aquellas ocasiones en las que mi mujer me acompañó, fue un viaje hecho en silencio; las palabras no sirven de nada allí. Los visitantes, si los hubo, eran muy pocos.

Me sorprendió la intensidad con la que, incluso después de tantos años, los campos parecían estar habitados por los ecos de su oscuro y amargo pasado. Todos los días que pasé caminando por ellos no deseaba otra cosa que salir corriendo de allí, y todos los días estaba agradecido de no estar solo y tener conmigo mi cámara, una máquina sin sentimientos propios, con la que intentar expresar lo que sentía. Estoy convencido de que yo no habría salido vivo de ninguno de aquellos lugares.

Polonia, Oswiecim, 1994. Tribunal de la Gestapo en el barracón de la muerte del campo de Auschwitz. Foto: Erich Hartmann (Magnum), en el libro 'In the camps'.
Polonia, Oswiecim, 1994. Tribunal de la Gestapo en el barracón de la muerte del campo de Auschwitz. Foto: Erich Hartmann (Magnum).

El viaje duró poco más de ocho semanas. En Polonia, donde nunca habíamos estado, teníamos un hombre que hacía las labores de conductor, guía e intérprete. Viajamos a Theresienstadt en un tren nocturno desde Alemania a Praga y condujimos el resto del camino; alquilábamos coches allí donde los necesitábamos.

Hubo algunos días dedicados a la limpieza y al descanso, incluso a la celebración. Pasamos la víspera de Año Nuevo en Hamburgo, en el tranquilo salón de nuestro pequeño hotel en compañía de otras dos parejas que también estaban lejos de casa y vigilados por un amable camarero con una generosa provisión de buñuelos tradicionales y Sekt, el champán alemán. Si había música, era tan suave que no molestaba y se hablaba poco; cada persona era respetuosa con los pensamientos privados de los demás.

El barro era una presencia con la que siempre contábamos. Había pasado la Navidad solo, rodeado de una espesa y fría niebla, en el campo de concentración de Buchenwald antes de conducir hasta las cercanías de Bergen Belsen al anochecer; en ese momento me encontraba en un lugar alegre, en compañía de gente querida, pero en un día estaríamos en los campos de exterminio de las SS en Polonia, diseñados no solo para acabar con los judíos, gitanos y homosexuales de Europa, sino también, más adelante, para deshacerse de los millones de prisioneros de guerra soviéticos que el ejército alemán esperaba capturar. También contaban con vaciar las fértiles llanuras polacas y ucranianas de sus habitantes para que los colonos inmigrantes alemanes tuvieran «Lebensraum» (hábitat) una vez que Alemania ganara la guerra. Me sentía acalorado y helado al mismo tiempo, estaba tranquilo y nervioso, era como un suspiro entre los recuerdos desagradables de las semanas pasadas y la anticipación de lo que serían las próximas.

Austria, Mauthausen, 1994. Las "escaleras de la muerte" del campo de Mathausen. Foto: Erich Hartmann (Magnum), en el libro 'In the camps'.
Austria, Mauthausen, 1994. Las «escaleras de la muerte» del campo de Mathausen. Los prisioneros eran obligados a llevar sobre sus hombros enormes piedras de la cantera que se encontraba justo debajo. Tenían que subir 186 escalones. Muchos cayeron o fueron empujados a continuar subiendo hasta que morían. Foto: Erich Hartmann (Magnum).

Cuando regresamos un mes después pensé que era más consciente que nunca de haber estado en lo más profundo de la barbarie humana, pero no era así; fue en un oscuro monumento en Hamburgo, no mucho después de volver de Polonia, donde nos inundó todo el alcance y la enormidad de la furia asesina de los nazis. Ruth, mi esposa, escribió sobre esto en su diario:

Cada vez que uno cree haberse asomado a agujeros más profundos de la crueldad humana, el abismo espera. Después de todas las cosas horribles que había visto, todos esos lugares de sufrimiento humano (provocado por el propio ser humano) en los que había estado, ¿cómo podría imaginar algo peor?

Hay un pequeño jardín de rosas en una zona industrial de Hamburgo, no lejos de uno de los muchos canales de la ciudad. De forma irregular, la valla de madera del jardín lo separa de una carretera concurrida que queda a un lado, y de un patio de juegos de una guardería que queda al otro. En este patio es donde, en una mañana de invierno, los niños vestidos de brillantes colores saltaban y se salpicaban felizmente en los charcos helados que allí había, hasta que un maestro los condujo hacia un lugar donde jugar a algo menos peligroso.

En el otro extremo del patio de recreo se encuentra la Escuela Bullenhuser Damm. En la época nazi, este era el subcampo de Neuengamme, el campo de concentración cerca de Hamburgo, ahora rebautizado como la Escuela Janusz Korczak por el jefe del orfanato de Varsovia, un hombre que murió con sus hijos en la cámara de gas de Treblinka.

Unos días antes del final de la guerra, las SS llevaron a veinte niños judíos a la escuela Bullenhuser Damm junto con dos médicos franceses y dos holandeses, sus cuidadores, todos prisioneros. En noviembre de 1944, estos niños, diez niños y diez niñas (los nazis siempre fueron metódicos, también en guardar las proporciones) de entre cinco y doce años, habían sido traídos desde Auschwitz a Neuengamme, donde el médico de las SS Kurt Heissmeyer los sometió a diversos experimentos médicos. A los niños se les inyectó el bacilo de la tuberculosis, lo que los puso muy enfermos, y luego se les extrajeron las glándulas linfáticas para su análisis.

La noche del 20 de abril de 1945, con las tropas británicas no lejos de Hamburgo, las SS llevaron a estos niños, junto con los cuatro hombres, a una sala del horno crematorio que había en el sótano de la escuela donde fueron colgados. Sí, colgados. Los más pequeños tenían cinco años.

Hubo millones de víctimas en Auschwitz; nos cuesta incluso poder imaginar incluso un solo millón. Lo que pasaron estos millones de personas torturadas y asesinadas difícilmente puede comprenderse. En el atroz ahorcamiento de veinte niños, la imaginación vuela. Algunos de estos niños tenían apenas tres años cuando fueron sacados de sus hogares en Italia, Francia, Polonia, Holanda y Yugoslavia, transportados cientos de millas en vagones de ferrocarril sucios, separados de sus familias, para luego ser transportados nuevamente y torturados de forma metódica durante largo tiempo. Después fueron destruidos, ahorcados en una bodega. No es difícil pensar que sus historias pueden representar las de millones de personas:

Marek James, seis años, de Radom, en Polonia.

H. Wassermann, una niña polaca de ocho años.

Roman Witonski, de seis años, y su hermana Eleonora, de cinco, de Radom, en Polonia.

R. Zeller, un niño polaco de doce años.

Eduard Hornemann, de doce años, y su hermano Alexander, de nueve, de Eindhoven, en los Países Bajos.

Riwka Herszberg, una niña de siete años de Zdunska Wola, en Polonia.

Georges André Kohn, doce años, de París.

Jacqueline Morgenstern, doce años, de París.

Ruchla Zylberberg, una niña de ocho años.

Edouard Reichenbaum, de diez años.

Mania Altman, cinco años, de Radom, en Polonia.

Sergio de Simone, siete años, de Nápoles.

Marek Steinbaum, diez años.

W. Junglieb, un niño de doce años.

S. Goldinger, una niña de once años.

Lelka Birnbaum, una niña de doce años.

Lola Kugerman, de doce años.

B. Mekler, una niña de once años.

Ante las abominaciones de Treblinka, de Sobibor y Belzec, de Dachau, Birkenau, Chelmno y todos lo demás, una puede sentir ira, tristeza, pena, rabia, náuseas, o desesperanza por la raza humana, pero en el jardín de rosas detrás del Bullenhuser Damm, una solo puede llorar.

El débil sol invernal resaltaba el verde brillante de los primeros brotes de primavera entre los rosales dormidos. Luego apareció una nube negra y una lluvia helada cayó sobre el jardín mientras yo estaba allí leyendo los nombres en las placas conmemorativas que rodean la cerca.

Los asesinatos de estos niños pueden representar a los millones de niños asesinados, y la inscripción conmemorativa que puede leerse en el jardín conmemorativo también puede hablar de todos los lugares donde reinan el terror y la muerte:

CUANDO ESTÉ AQUÍ, GUARDE SILENCIO;

CUANDO SE VAYA DE AQUÍ, NO SE QUEDE CALLADO.

Polonia, Oswiecim, 1994. Ropas de niños presos en el campo de concentración de Auschwitz. Foto: Erich Hartmann (Magnum), en el libro 'In the camps'.
Polonia, Oswiecim, 1994. Ropas de niños presos en el campo de concentración de Auschwitz. Foto: Erich Hartmann (Magnum).

El paso del tiempo es imparable. La cantidad de supervivientes disminuye cada día y pronto no quedará nadie vivo, ni víctima ni verdugo, que haya estado allí. Pronto, todo el tejido físico (edificios y objetos) se habrá desintegrado y habrá sido reemplazado por reconstrucciones, ya que, por ejemplo, hoy día, los kilómetros interminables de alambre de púas oxidado tienen que ser reemplazados cada pocos años. Por lo tanto, los campos de concentración dejarán de ser lugares de memoria y recordatorio para convertirse principalmente en museos y sitios educativos, su presencia física quedará reducida. No pasará mucho tiempo hasta que ya no sea posible hacer fotos como estas.

Hay buenas razones para creer que la función de los campos que aún se tienen en pie cambiará significativamente y que quizás lo haga pronto. En la actualidad, su objetivo principal es documentar y describir lo que allí sucedió y cómo sucedió. Eso ha sido difícil debido a los esfuerzos a menudo exitosos de los nazis por borrar toda evidencia ante la llegada de los ejércitos liberadores. En el mejor de los casos, se trata de documentos y huellas ‘asépticas’: lo que antes estaba sucio por la presencia de los prisioneros hoy está completamente limpio, donde antes había ruido ahora hay silencio: los gritos de los guardias, los gruñidos de los perros, el sonido de pies arrastrados, ronquidos, toses, gemidos. Hoy los campos están vacíos y no queda rastro del hacinamiento, de la falta de agua, de calor o de alimentos y de cualquiera de las necesidades básicas de la vida que pronto llevaron a brotes de enfermedades y epidemias. Muchos supervivientes han dicho que no tener la más mínima privacidad era una de las partes más difíciles de la vida en los campos de exterminio.

Polonia, Oswiecim, 1994. Celda de castigo en el barracón de la muerte de Auschwitz. Foto: Erich Hartmann (Magnum), en el libro 'In the camps'.
Polonia, Oswiecim, 1994. Celda de castigo en el barracón de la muerte de Auschwitz. Foto: Erich Hartmann (Magnum).

En este viaje me di cuenta una vez más de que, incluso después de los muchos años transcurridos desde la liberación de los campos de concentración, el pasado nazi no descansa en paz. En Alemania eso es casi palpable de forma que el pasado nazi es el invitado incómodo y a menudo inesperado en muchas fases de la vida pública y personal. El recuerdo de lo que hicieron algunos alemanes y ante lo que otros muchos miraron hacia otro lado sigue siendo irritante, como una herida abierta que sigue doliendo y no acaba de sanar. En algunas conversaciones intranscendentes y otras más serias que tuve durante el viaje, conversaciones en las que generalmente me tomaban por un alemán y en el que mi motivo para estar allí no se conocía, el pasado se convertía a menudo y de forma rápida en el tema principal de conversación, a veces con una intensidad que rayaba en la compulsión, como una adicción contra la que uno lucha, pero ante la que al final se cede, siempre presente, sin permitir llegar una conclusión final, sin una resolución. No me sorprendió no ver ningún consenso sobre lo que los alemanes piensan que debería suceder con el pasado nazi. En cambio, sí que encontré una división clara.

Muchos, quizás la mayoría de los alemanes, creen que existe una obligación continua de recordar lo que sucedió en los campos y las razones por las que sucedió y se permitió que ocurriera. Creen también que Alemania tiene la responsabilidad universal de tratar de evitar que algo así vuelva a suceder.

Pero hay algunos alemanes que piensan lo contrario. Los restos carbonizados de los «barracones de judíos» que pueden verse en el lugar que recuerda la existencia del campo de Sachsenhausen son uno de los muchos ejemplos que se dan hoy día en Alemania y en los que se expresa una visión muy diferente del pasado y un mensaje muy diferente para el futuro.

El ataque y la destrucción de cementerios y sinagogas, los incendios provocados para destruir tiendas y hogares de extranjeros con la intención de que sus moradores mueran quemados, son actos y mensajes más que habituales estos días, como también lo son las declaraciones y discursos de partidos y políticos radicales. Las palabras que utilizan pueden variar, pero el significado es siempre el mismo: vosotros los judíos y todos los inmigrantes del este de Europa, o de donde sea que hayáis venido, no sois alemanes, no sois bienvenidos aquí. Iros y, cuando lo hagáis, llevaos con vosotros el recuerdo de lo que decís que os hicieron los alemanes. No nos creemos la mayor parte de lo que decís, pero si alguien os lo hizo, fueron nuestros abuelos, no nosotros. Estamos cansados ​​de llevar la marca de Caín en la frente, hemos cargado con la culpa durante suficiente tiempo. Iros.

Países Bajos, Hertogenbosch, 1994. Mesa de disección en el campo de concentraciín de Vught. Foto: Erich Hartmann (Magnum), en el libro 'In the camps'.
Países Bajos, Hertogenbosch, 1994. Mesa de disección en el campo de concentraciín de Vught. Foto: Erich Hartmann (Magnum).

Es difícil prever cuál de estos mensajes, el de responsabilidad o el de negación, prevalecerá en Alemania; las circunstancias y elementos que contribuyen a tales decisiones cambian constantemente. No es solo un problema alemán. La brutalidad y la destrucción de «indeseables» para fines políticos ha sucedido en otros lugares desde 1945 y es algo que todavía sucede: el mundo está lleno de evidencias de ello. La idea de que los nazis hicieron del acto de matar un arte sigue viva y vigente, y se ha mantenido desde 1945.

De pie en la cámara de gas de Auschwitz, me enfrenté como nunca antes a aquella realidad de asesinatos a sangre fría y totalmente deliberados. Ni siquiera durante la guerra me había enfrentado a todo eso de aquella manera. Fue una experiencia que no podré olvidar, fue un recordatorio de lo que los seres humanos eran capaces de hacer a otros seres humanos cuando la pasión y la rabia ocupan el lugar de la razón y la decencia más básica.

Polonia, Oswiecim,1994. Tumba de cenizas en el campo de Birkenau. Foto: Erich Hartmann (Magnum), en el libro 'In the camps'.
Polonia, Oswiecim,1994. Tumba de cenizas en el campo de Birkenau. Foto: Erich Hartmann (Magnum).

Me di cuenta nuevamente de lo fácil que es, en estos días de grandes avances tecnológicos, que unas pocas personas sin conciencia arrebaten la libertad, el espíritu y la vida a todos aquellos a quienes tienen a su merced. Llegué a comprender que no estaba a salvo, que nadie en ningún lugar lo está, porque la línea que divide a los vencedores de las víctimas es muy fina e inestable.

Si aprendí alguna lección de mi estancia en las ruinas de los campos de concentración, es que pensar o vivir por uno mismo se ha convertido en un lujo inalcanzable. Excepto, quizás, en sueños, la vida ya no tiene lugar en una dimensión solitaria, ahora es irrevocablemente compleja, y nosotros, quienes quiera que seamos, estamos conectados los unos con los otros, nos guste o no. Vivir siendo conscientes de ello puede ser un tributo más efectivo a la memoria de los muertos que solo llorar y jurar que algo así no volverá a suceder, y también puede ser la forma más prometedora de acabar con los campos de concentración. No soy optimista, pero creo que, si decidimos que debemos unir nuestras vidas de manera inapelable, que el «yo» y el «ellos» deben ser reemplazados por un «nosotros», tendremos una vida en la que las cámaras de gas no volverán a usarse en ningún sitio, en un futuro en el que los niños, incluida mi nieta, no sepan ni siquiera lo que son.

Erich Hartmann, Nueva York, septiembre de 1994

NOTAS:

  • La introducción de Erich Hartmann puede leerse, en inglés, en la web de la agencia Magnum.
  • La traducción del texto es mía.
  • Podéis encargar el libro ‘In the camps’ en vuestra librería de confianza o, si no, comprarlo en Amazon pinchando aquí, y así me ayudáis con los gastos de mantenimiento del blog.

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