Son varios los libros que repasan la trayectoria profesional de Irving Penn, pero solo uno lo hace acompañado por pequeños textos escritos por el célebre y admirado fotógrafo. Ese libro se llama ‘Passage’ (Camino) y es una magnífica cronología visual y escrita de la fructífera carrera de Penn.

Cuenta además con una introducción escrita por Alexander Liberman, famoso director artístico y editorial de Vogue que fue amigo personal del fotógrafo y con el que trabajó estrechamente durante 48 años. El texto de Lieberman, una visión personal y cercana sobre Penn de una de las personas que mejor lo conoció y más lo trató, es el mejor preludio a la sucesión de acontecimientos y de maravillosas fotografías que nos presenta el libro.

Portada del libro Passages, que repasa la trayectoria profesional del fotógrafo Irving Penn
Portada del libro ‘Passage’, de Irving Penn

No es ningún secreto que Irving Penn es uno de mis fotógrafos favoritos. Me fascinan su elegancia, su sutil perfección y su maestría en campos tan diferentes como la fotografía de moda, el bodegón, el retrato, la publicidad o el documentalismo. Su curiosidad, tenacidad y sed de experimentación me resultan admirables. Penn es quizá uno de los mejores y más contundentes ejemplos de que mirar a través del visor de una cámara es una forma de arte (ya escribí un post sobre ello en enero de 2018 titulado ‘Irving Penn, el fotógrafo que convirtió la mirada en arte‘).

Lo que sigue es una combinación de los textos de ambos, Penn y Lieberman, intercalados casi a modo de diálogo, que nos desvela los secretos, aspiraciones, inseguridades, crisis y esfuerzos de uno de los mejores y más admirados fotógrafos de toda la historia.

Foto: Irving Penn

IRVING PENN

1938

Durante los dos primeros años en la escuela de arte dibujaba al carboncillo a partir de moldes de escayola, después con modelos vivos, dibujando tigres mientras los observaba moverse en el zoo, estudiando los materiales para dibujar acuarelas y óleos.

Cuando llegó el momento para elegir a un tutor principal, no tuve dudas: sería Alexey Brodovitch.

Brodovitch llamaba a su clase ‘Laboratorio de Diseño’. Mary Fullerton, su joven asistente, era la encargada de dirigir los ejercicios diarios. Brodovitch solía venir a clase los sábados por la mañana para enseñarnos lo que era ser profesional en Nueva York, nos hablaba sobre todo de Harper’s Bazaar, donde él trabajaba como director artístico.

Para mí, era un maestro y una especie de héroe. Los artistas de los que hablaba y con los que él trabajaba se convirtieron en mis héroes: Cassandre, Man Ray, Hoyningen-Huene.

Como estudiante y futuro profesional, Brodovitch me animó a centrarme en los aspectos más interesantes de mis primeros trabajos y me propuso trabajar para él como ayudante y colaborador. Primero me invitó a pasar dos períodos vacacionales como su asistente en Harper’s Bazaar y después me animó a trabajar con él en algunos de sus proyectos personales, incluso en alguno de los más importantes.

Foto: Irving Penn

Miro atrás y recuerdo aquellos dos veranos en Harper’s Bazaard que finalmente fueron los que trazaron las líneas de lo que sería mi trabajo en el futuro. Fue ahí donde entré en contacto con el extraño mundo de la moda. Estaba en contacto diario con artistas de primera línea. Por la mañana nos llegaban paquetes desde Europa: dibujos de Cocteau, Bérard, Jean Hugo. También venían a Bazaar colaboradores habituales como Dalí, Noguchi, Vertès, Blumenfeld, Lindner. Entre los jóvenes editores estaba la increíble Diana Vreeland.

A veces, Brodovitch me pedía que hiciera algún dibujo para la revista, eran pequeños dibujos decorativos, letras iniciales o elementos para rellenar espacios al final de cada artículo. Aprendí a dibujar zapatos, haciendo bocetos estilizados a lápiz. Con esta nueva ocupación ahorré el suficiente dinero para comprar mi primera cámara, una Rolleiflex.

Durante semanas, caminé por las calles de Nueva York tomando fotos con la cámara, a modo de notas. Mi intención iba más encaminada a recordar lo que veía que a desarrollar una intención fotográfica seria. En ocasiones, estas fotos se publicaban en Harper’s Bazaard como elementos ilustrativos.

‘American boy’, 1941 . Foto: Irving Penn

1941

En 1941, después de dos años trabajando en publicidad en Saks Fith Avenue (el primer año como asistente de Brodovitch y el segundo ya por mi cuenta), deseaba fervientemente cambiar de trabajo. Estuve un tiempo haciendo bocetos para futuros dibujos y quería adentrarme en otros ámbitos que me eran desconocidos y en los que no debía atender a las exigencias de un trabajo profesional. Europa estaba en guerra, así que México parecía ser una buena alternativa; era accesible y estaba dentro de mis limitados medios.

Antes de abandonar mi trabajo, me sentí obligado a encontrar un sustituto. Brodovitch me habló de un joven que acababa de llegar de París y me sugirió que me reuniera con él. Ese fue el momento en el que mi vida y la de Alexander Liberman se cruzaron. Me pareció justamente lo que era; una persona extraordinaria, y, por supuesto, demasiado preparado para un trabajo que le venía pequeño. Se lo dije. Nos dimos la mano y nos separamos. Yo me fui a México a pintar, y él se quedó en Nueva York para convertirse en el brillante director artístico de Vogue. Un año después fue él quien me contrató para ser su asistente, lo que fue el comienzo de muchos años felices y muy productivos.

En mi camino hacia México, recorrí el sur de Estados Unidos, viajando en tren de un pueblo a otro, parándome sobre todo en los barrios de negros. Me fascinaban los letreros y pintadas que veía en los escaparates de las tiendas y otros edificios. Hacía fotos de algunos de ellos.

También me encantaba observar a grupos de hombres jóvenes matando el tiempo en la entrada de las barberías o junto a los limpiabotas. Tener la cámara en la mano no parecía una intromisión.

Horse, Mexico. 1941. Foto: Irving Penn

ALEXANDER LIBERMAN

En 1941 llevaba menos de un año en Estados Unidos. Estaba empezando mi carrera en Vogue cuando Penn, director de arte en Saks Fith Avenue en sustitución de Brodovitch, me llamó y me ofreció su puesto. Quería marcharse a México y pintar. No acepté, pero me pareció una persona de lo más interesante. Frente a mí tenía a un joven americano que parecía inmune al influjo de las costumbres y cultura europeas. Recuerdo que Penn vestía zapatillas deportivas y no llevaba corbata. Me impactó su franqueza y su inocencia, lo claros que tenía sus propósitos y su libertad de decisión. Iba a dejar un gran trabajo para llevar la arriesgada vida del artista. Hubo una buena conexión entre nosotros. Tras su año en el extranjero, le llamé y le pregunté si quería trabajar conmigo como asociado en el departamento artístico de Vogue.

Me enseñó los contactos de las fotos que había hecho mientras viajaba por Estados Unidos y México. Confirmaron lo que mi instinto me decía, que ahí había una mente, un ojo que sabía lo que quería ver. Y eso es algo que aún hoy me parece esencial en cualquier fotógrafo que aspire a ser original.

Trabajamos juntos. Penn hacía diseños sencillos, directos, clásicos y modernos, nada complicados. Luego, un día, cuando buscaba un fotógrafo para hacer una portada concreta le dije: «¿por qué no aceptas el encargo?» Y ese fue nuestro comienzo.

Niños de Cuzco. Foto: Irving Penn

IRVING PENN

1943-1944-1945

Recién llegado a Roma, embriagado por Italia, me fijé en un hombre que descendía por la famosa escalinata de la Plaza de España. ¡Era Giorgio de Chirico con las bolsas de la compra a rebosar de verduras! Lo reconocí al instante, sin ninguna duda, me acerqué corriendo y le di un abrazo. Debió de pensar que era un loco. Para mí era el gran de Chirico; para él, yo era un completo extraño, y puede que un demente.

Así y todo, se sintió conmovido por mi gesto y me invitó a cenar a su casa. Durante los dos días siguientes me enseño la Roma que él conocía y, deseoso de recibir atención, no tuvo pegas en posar ante mi cámara: «Aquí estoy con una corona de laurel en mi cabeza, ¡como un conquistador!«

Giorgio de Chirico. Foto: Irving Penn

1946-1947

Mi estudio neoyorkino no tenía ventanas y se me ocurrió diseñar un panel de luces de tungsteno que simularan, más o menos, la luz del cielo. Lo construí en un marco de metal que se movía con una polea manual sobre un carril insertado en el techo. Resultó ser una luz aceptable para los encargos que recibía y que consistían, básicamente, en fotografiar personas y bodegones. Una desventaja era el considerable calor que daban las luces y los largos tiempos de exposición que necesitaba para hacer las fotos. En el caso de los bodegones, esos tiempos de exposición podían ser superiores a una hora.

‘Máquina de coser con 13 objetos’. Foto: Irving Penn

ALEXANDER LIBERMAN

En aquellos días, el estudio de Vogue, que estaba pensado por Condé Nast para asegurase la exclusividad y originalidad visual de sus revistas, ofrecía grandes posibilidades para la experimentación fotográfica creativa. A cada fotógrafo seleccionado se le ponía un estudio, un salario, asistencia y medios técnicos. A cambio, debía estar siempre disponible y llevar a cabo todos los encargos que se le asignaran.

Penn se sumergió enseguida en la tarea vital de crear «su» luz, algo clave para marcar un estilo propio y diferente de esa atmósfera irreal imperante en la fotografía de moda de la época: fondos recargados, iluminación teatral… Penn reaccionó creando carpas luminosas en las que los objetos, y después las modelos, irradiaban puro sosiego. Estas imágenes eran tan novedosas, tan diferentes de los imaginarios del momento, que fueron una revelación. Sentí que estábamos asistiendo a una nueva visión, una de primer nivel, con posibilidades infinitas de crecimiento y de nuevos descubrimientos.

Foto: Irving Penn

Los primeros trabajos publicados de Penn revelaban su lucha por lograr la perfección absoluta y un impacto visual, y eran un imponente presagio del cambio que se avecinaba. Una fotografía de Penn se salía de lo habitual. Y provocaba fuertes reacciones a favor y en contra.

La legendaria editora, Edna Woolman Chase, que estaba siempre alerta contra cualquier posible agravio contra ‘su Vogue’, vio uno de los magníficos bodegones de Penn en portada y me dijo: «Alex, si quieres un bodegón, ¿por qué no contratas a un buen fotógrafo de bodegones?» Durante los primeros años, Penn y yo fuimos vistos como los peligrosos destructores de las buenas maneras en el mundo de las mujeres de grandes sombreros y guantes blancos. Pero Penn tenía tan claro su concepto que podía transitar sin problemas por el bodegón, la fotografía de moda y el retrato en exteriores.

Foto: Irving Penn

IRVING PENN

1948

Edmonde Charles-Roux me acompañó mientras hacía la mayoría de los retratos que hice en Francia e Italia. Tenía esa cualidad para congeniar con la gente tan valorada en el periodismo. Su presencia me liberaba de los problemas del idioma y aliviaba el nerviosismo que algunos retratados sentían ante mi presencia.

No fue hasta mucho después, en 1986, en un catálogo que escribió para una exhibición en Montecarlo, que tuve conocimiento, para mi sorpresa, y también para mi disgusto, de las dificultades que pasó para conseguir quedar con los retratados.

Retrato de Jean Cocteau, 1948. Foto: Irving Penn

ALEXANDER LIBERMAN

Penn y los directores de Vogue eran conscientes del momento histórico y especial que estaban viviendo. Los primeros años cuarenta fueron años de violentos cambios, con la guerra y el holocausto como tragedias más impactantes. Durante la guerra había una sensación de nuevo comienzo en el ambiente cultural de Nueva York, una especie de tabula rasa sobre el pasado y el amenazante presente. Contratado para fotografiar a los grandes innovadores de la época, Penn entró en contacto con la desbordante personalidad de grandes intelectuales como Duchamp, Cage, Ernst y muchos otros.

Retrato de Marcel Duchamp, 1948. Foto: Irving Penn

1948

Pocos días antes de partir hacia España para hacer una sesión para Vogue cuyo título iba a ser «La Barcelona de Picasso», me encontré con Salvador Dalí en Nueva York y le mencioné mi viaje a España. Me sentí muy halagado por el interés que mostró en el proyecto, pero también sorprendido cuando llegué a mi hotel en Barcelona y me lo encontré allí, dispuesto a meter baza en todo lo que yo tenía planeado.

Yo traía de Nueva York una agenda muy estudiada y creo que se dio cuenta de que su presencia no era del todo bienvenida.  Sin embargo, sí que me sentí agradecido cuando consiguió que un joven familiar suyo y unos amigos bailaran vestidos con trajes típicos catalanes frente a mi cámara, así que intenté congraciarme con él dándole una mayor importancia en mi trabajo de la que en principio le hubiera dado a la catedral de su admirado Gaudí. Tengo que admitir que no me sentí triste cuando pocos días después Dalí pareció perder su interés en mí y desapareció.

Retrato de Salvador Dalí. Foto: Irving Penn

En algún momento de 1948, empecé a hacer retratos en una pequeña esquina que formaban dos paneles de mi estudio, con el suelo cubierto por un trozo de vieja moqueta.  De ahí salió una prolífica serie de retratos.

Refugiarse en esta esquina, por sorprendente que parezca, hacía que la gente se sintiera cómoda, les relajaba. Las paredes eran un lugar en el que apoyarse, o algo que empujar. Para mí, las posibilidades fotográficas eran más que interesantes; limitaban los movimientos de los sujetos y eso me liberaba del problema de tener que controlarlos.

Retrato de Truman Capote, Nueva York, 1948. Foto: Irving Penn

ALEXANDER LIBERMAN

Para hacer sus retratos, al igual que en su momento había necesitado «su» luz, Penn inventó «su» espacio. Construyó una esquina con dos paneles pintados, con el sujeto colocado en el mismo centro del encuadre: los cuerpos encajados en la esquina, alterados por ese ambiente claustrofóbico, tratando de encajar a su manera en el espacio y creando una postura original. Destacan las caras, sin restricciones y luminosas, proporcionando una lectura inmediata sobre el personaje. Había un detalle adicional importante: un pequeño trozo arrancado de moqueta en el suelo. Penn dijo una vez que con ello intentaba dar un toque gravoso, una textura, un cierto empastado al retrato; romper las limitaciones de la superficialidad del celuloide y crear así una imagen más dura. Pero, más allá de esto, las series de la esquina tienen un significado en el tiempo. Eran fotos existenciales, la alfombra rota era un memento mori a los pies de las grandes figuras mundiales del momento, que estaban solas, relegadas a una esquina, como en el claustrofóbico ‘No Exit’ de Jean Paul Sartre. En estas fotos, Penn estaba en armonía con el atormentado aislamiento de Beckett. Y todo esto, en el Vogue más chic de los años 40.

Retrato del diseñador Charles James, 1948. Foto: Irving Penn

IRVIN PENN

En diciembre de 1948, decidí quedarme en Perú después de terminar un trabajo para Vogue en Lima que consistía en fotografiar una serie de vestidos. El resto del equipo partió hacia Nueva York con mis fotos. Decidí pasar las Navidades en Cuzco, una ciudad de la que había oído hablar y sobre la que tenía una corazonada. Me moría de ganas de fotografiar a su gente desde el mismo momento en el que los tuve frente a mis ojos, pero la altitud me jugó una mala pasada. Pasé tres días encerrado en mi habitación.

Al cuarto día me levanté con una energía como no había sentido desde que bajé del avión. Tenía unas ganas locas de hacer fotos. Y ahí, en el centro de la ciudad, como un milagro, ¡había un estudio de fotografía!

Era un vestigio de la época victoriana, con una ancha pared con luz norte, un suelo de piedra y una tela pintada como fondo. Era un sueño hecho realidad.

Irving Penn fotografiando a dos niños en su estudio de Cuzco, Perú

Alquilé el estudio para tres días y mandé al propietario de viaje para que pasara las Navidades con su familia. Así fue como acabé convertido en fotógrafo de pueblo. Cuando la gente llegaba para ser fotografiada, era a mí a quien se encontraban, y no a su fotógrafo habitual.

En lugar de pagarme ellos a mí, era yo el que les pagaba para que posaran para mí, lo que les resultaba muy chocante. Así y todo, el flujo de clientes era demasiado pequeño para mi gusto. Envié a varios jóvenes a las calles para que captaran clientes. Los mejores eran los aldeanos que bajaban a Cuzco desde lo alto de las montañas para pasar unos días visitando la ciudad.

La gente que me traían mis ayudantes solía temblar de miedo cuando les pedía que posaran ante la cámara. Algunos, incluso, parecían no saber lo que era una cámara. Sus cuerpos se ponían rígidos por el temor. Como solo hablaban quechua, me comunicaba con ellos a través de dos intérpretes, lo que hacía que el proceso fuera muy tedioso. Llevado por la frustración, al final, y para ahorrarme explicaciones, era yo mismo quien colocaba a mis sujetos, moviéndolos y haciéndoles doblarse. Sus músculos estaban rígidos por la tensión y no era una tarea fácil.

Foto: Irving Penn

ALEXANDER LIBERMAN

Más tarde, hubo un momento en el que, como Picasso o de Kooning, Penn se centró en la «mujer eterna» con una serie de desnudos. Pocas veces se ha usado la cámara con tanta violencia para lograr una crudeza prehistórica en la representación del cuerpo de la mujer joven y moderna. Aquí Penn luchó contra los sentimientos que habitualmente quedaban atrapados por la seducción. Puede que fuera una reacción contra el flujo rutinario de sus trabajos de moda, pero yo creo que la presencia de las mujeres más hermosas del mundo ha sido para él una fuente de energía que generaba un erotismo cálido y placentero.

Desnudo, 1949-50. Foto: Irving Penn

IRVING PENN

1949

Durante el año 1949, trabajé, en el tiempo libre que me quedaba entre encargo y encargo, fotografiando desnudos femeninos. Para encontrar sujetos, recurrí a mujeres que trabajaban de modelos para pintores y escultores; algunas de ellas eran rollizas y de carnes blandas, otras bastante gordas. Pero lo más importante es que estaban cómodas con sus cuerpos.

Ayudaba mucho que sus personalidades fueran en general relajadas y despreocupadas, y que no tuvieran problema en que mi cámara las escrutara de cerca. Nuestra relación era profesional, sin atisbo alguno de atracción sexual. De otra forma, hubiera sido imposible hacer unas fotos como aquellas.

Desnudo, 1049-50. Foto: Irving Penn

1950

Siempre atento a las posibilidades, Alexander Lieberman me consiguió un estudio con luz natural en París, en la calle Vaugirard, en el último piso de una vieja escuela de fotografía. La luz parisina era tal y como yo me la había imaginado; suave, pero con una gran capacidad para definir.

Encontramos un telón de teatro desechado para usarlo como fondo. 1950 resultó ser el único año en el que conseguimos hacer sesiones con vestidos de alta costura durante el día pese a estar en plena temporada de desfiles. Unos ciclistas se encargaban de traer las prendas a todo correr al estudio y de llevarlas de vuelta, igual de rápido, a los salones de los diseñadores. Con la emoción del momento, incluso Balenciaga estuvo dispuesto a dejarnos fotografiar sus vestidos en nuestro estudio, y eligiendo nosotros a las modelos.

Foto: Irving Penn

ALEXANDER LIBERMAN

Penn se permite a veces alguna extravagancia propia de la moda más atrevida. Esos raros momentos en los que Penn rompe con la austeridad se traducen en gloriosas aventuras al reino de la más pura seducción. Espléndida ornamentación, cortes sorprendentes… el juego de los diseñadores con el cuerpo de la mujer estimulaba en Penn una entusiasta búsqueda de los límites y de la forma de capturarlos con su cámara.

En este noble propósito autoimpuesto, Penn mira a las mujeres con una mirada típicamente americana: no hay florituras llamativas ni poses afectadas. Sus mujeres son amigas y compañeras en una farsa sexual. Se casó con una belleza única de nuestro tiempo, Lisa Fonssagrives, y los retratos que hizo de Lisa son el testimonio del respeto y la admiración inspiradora que sentía por la feminidad.

Lisa Fonssagrives. Foto: Irving Penn

IRVING PENN

1950

Ese verano, Liberman me vino con la idea de hacer una serie de fotos de los pequeños comerciantes al estilo de los «Petits Métiers» (pequeños comerciantes) del París del pasado. La editora del Vogue francés Edmonde Charles-Roux aceptó la idea de Lieberman.

Contratamos a un joven poeta que ella conocía para que encontrara a personas a quienes fotografiar, abriendo nuestro ámbito a sujetos inesperados: acróbatas, animadores de cafés…

Un continuo flujo de empleados, vendedores ambulantes y habitantes de la periferia parisina subía los seis pisos que llevaban al estudio donde, rodeados de fotos de trajes de alta costura y retratos de gente famosa, esperaban su turno para posar.

En cada una de las tres ciudades –París, Londres y Nueva York- los sujetos fueron contactados mientras trabajaban en sus negocios y se les invitaba a venir al estudio exactamente como estaban vestidos en aquel momento y con sus herramientas de trabajo. Se les insistía en que no se acicalaran ni alteraran su aspecto.

‘Young butchers’, París, 1950. Foto: Irving Penn

En general, los parisinos, que eran los más sofisticados, dudaban de que nuestro objetivo fuera exactamente el que les habíamos contado. Creían que ocultábamos algo, pero venían al estudio más o menos como les habíamos indicado, más que nada por el dinero que les prometíamos.

Los londinenses eran diferentes a los franceses. Les parecía lógico y un motivo de orgullo que los retratáramos con sus ropas de trabajo. Siempre llegaban puntuales al estudio y posaban ante la cámara con una seriedad que resultaba adorable.

Los neoyorquinos eran los más impredecibles. Haciendo caso omiso de nuestras indicaciones, algunos llegaron al estudio afeitados y con sus ropas de trabajo recién planchadas, incluso alguno vino con la ropa de los domingos, convencido de que este iba a ser su primer paso en su camino a Hollywood.

‘Balloon seller’, París, 1950. Foto: Irving Penn

ALEXANDER LIBERMAN

Los «Petits Mètiers» (pequeños comerciantes) de Penn son un logro glorioso, un registro de trabajadores en imágenes que ahora son legendarias. Penn tiene empatía con la gente humilde y sencilla.

Foto: Irving Penn

IRVING PENN

A finales del verano de 1951, hice fotos en Francia a lo largo de la orilla del Sena, con un gran teleobjetivo, obteniendo como resultado una serie de imágenes de corte pictórico y sentimental protagonizadas por franceses que se dedicaban a pescar los domingos.

El equipo que utilizamos hizo posible que fotografiáramos sin apenas ser vistos.

Pareja pescando en la orilla del Sena, 1951. Foto: Irving Penn

1951

Louis Jouvet vino a posar para mí en mi estudio neoyorquino. Coloqué un gran angular en mi Rolleiflex. Ambos nos quedamos hipnotizados con la experiencia, hablando en susurros durante una hora, conscientes de que algo serio estaba siendo documentado. Jouvet volvió a París y murió poco después.

Retrato de Louis Jouvet, Nueva York, 1951. Foto: Irving Penn

1952-1953

Fue un colega, Leslie Gill, el primero que en 1952 me habló de las luces estroboscópicas y su importancia en los trabajos comerciales de estudio. A pesar de mis dudas iniciales, me fui aficionando a este tipo de iluminación. Tenía unas cualidades que resultaban muy prácticas: su balance de color era predecible y reproducible; las modelos ya no pasaban calor ni tenían que someterse a largas sesiones de posado.

Pero mi incertidumbre persistía. Me di cuenta de que aceptaba con entusiasmo los encargos que podían hacerse con luz natural. Usar un equipo sencillo a la luz del día siempre fue un placer y me cargaba las pilas.

El explorador danés Peter Freuchen y su tercera mujer Dagmar Cohn. Foto: Irving Penn

ALEXANDER LIBERMAN

La fotografía necesita del drama y de la escena más que ningún otro medio. El mundo está a rebosar de imágenes que parecen difuminarse en gris en nuestras mentes. Para que una foto quede grabada en nuestra memoria, tiene que esconder un secreto inusual, único e inherente, una especie de firma visual. Penn siempre es explícito. La estructura de la foto, la pose, causan la excitación de una composición cubista. Penn acentúa esa sensación. Sus fotos están dominadas por un interés profundo por el diseño. Tras años de trabajo común y de múltiples discusiones, sabía que podía confiar en Penn para cualquier encargo. Sabía que, fuera lo que fuera lo que hubiese que fotografiar, él lo haría suyo y lo «americanizaría». En mi mente, «americanizarlo» significaba hacerlo moderno, mirarlo con los ojos del nuevo mundo.

Foto: Irving Penn

IRVING PENN

1954-1955-1956

Pasé parte de los años 1954 y 1955 fotografiando coches de la marca Plymouth para publicidad. La mayor parte del trabajo se hizo en Detroit, en un secretismo que rozaba la paranoia.

Antes de que el modelo del año en cuestión fuera presentado ante la prensa, el coche, que era nuestro sujeto, lo trasladaban cubierto con una gran lona, por la noche. El camión que lo transportaba lo descargaba en un callejón privado. El coche solo se descubría dentro del estudio. Mientras llevábamos a cabo las sesiones de fotos, un guardia armado se sentaba (a veces dormido) en el estudio, detrás de nosotros, para proteger el coche.

En mi primer día en Detroit, cuando íbamos a hacer las primeras fotos, yo ignoraba las técnicas para fotografiar coches, e iluminé la superficie blanca bajo el coche para hacer que los parachoques brillaran. El resultado fue un éxito y se consideró toda una innovación. «Iluminar el coche al revés», así lo llamaron.

Pero cada vez que recuerdo los dos años que duró aquel trabajo, me recuerdo prisionero de aquella forma tan aburrida de trabajar.

Autorretrato de Irving Penn

1960

Entre 1959 y 1961, pasé por una etapa en la que me encapriché de la película infrarroja, utilizando este material tan atractivo para fotografiar modelos para Vogue. La película infrarroja, como todos los fotógrafos saben, traspasa la superficie de la piel, incluso parece penetrar en la carne. La película captura las pupilas en negro, los labios pálidos, la piel como el alabastro.

Muchas de nuestras hermosas modelos contemplaban divertidas y curiosas cómo esta película las transformaba.

Signora Giovanni Agnelli, 1960. Foto: Irving Penn

ALEXANDER LIBERMAN

Se daba una curiosa convergencia entre la nueva visión de Penn y la gran revolución americana del pret a proter o listo para llevar. Con Europa sumida en la guerra y la moda estadounidense funcionando de forma independiente, Vogue proclamó el nacimiento de una nueva era. Los nuevos jóvenes diseñadores americanos, obligados a simplificar sus diseños por los recortes de la guerra, proporcionaron a Penn la pureza visual de las unas prendas prácticas diseñadas para la nueva y activa mujer americana. La moda americana y la mujer americana liberada habían encontrado a su fotógrafo. Penn dio drama y glamour a las actividades diarias de las mujeres. Creo que sus imágenes y el apoyo de Vogue tuvieron un impacto real en la gente y provocaron un cambio en los comportamientos.

Foto: Irving Penn

1961

En septiembre, mientras estábamos en París, la gente hablaba de un joven bailarín ruso llamado Rudolf Nureyev que acababa de desertar. Le invitamos a posar para nosotros. Lo recuerdo como una persona tímida y lógicamente desconfiada. Años después, volvió a posar para mí en Nueva York. Ya no era un hombre tímido, pero, sorprendentemente, seguía siendo muy desconfiado.

Retrato de Rudolf Nureyev. Foto: Irving Penn

1963

El comerciante de diamantes Harry Winston reunió tres diamantes enormes y muy similares en su stock. Rápidamente, montamos una sesión para Vogue en la misma oficina de Winston, ahorrando tiempo y sin ninguna necesidad de contratar vigilantes armados, que sí hubieran hecho falta de haber hecho la sesión en nuestro estudio.

‘Grifo goteando diamantes’, 1963. Foto: Irving Penn

1963-1964

En algún momento de 1964, me di cuenta de que estaba obsesionándome con los procesos de revelado y positivado, algo que ha durado hasta el presente (Penn escribe estas líneas en 1991). Mi interés se centraba en las diferentes combinaciones de elementos que me permitían controlar el proceso y hacer alteraciones de forma sutil.

Obviamente, yo no inventé esa técnica, que data de los primeros tiempos de la fotografía. Se trataba de reaprender el proceso y de aplicarlo a materiales contemporáneos. Eso me permitió encontrar por mí mismo un método que hacía posible hacer múltiples revelados de una misma imagen sin perder ni un ápice de nitidez.

Finalmente, llegué al punto maravilloso de poder hacer mis propias copias. A lo largo de los años, he debido pasar miles de horas experimentando con los líquidos y preparando cada hoja de papel para conseguir la impresión perfecta.

Irving Penn mirando unos contactos

ALEXANDER LIBERMAN

No es fácil trabajar con Penn. Los momentos más complicados de nuestro trabajo en común estaban relacionados con su especial reticencia ante algunas cosas y sus dudas a la hora de hacer las fotos. Todas las propuestas tenían que pasar por un filtro protector para que coincidieran con los estándares que él imponía en su trabajo. Aún elimina modelos y ropas y corrige estilismos hasta que siente que está en suficiente sintonía con el resultado que espera obtener. La necesidad de que lo que imaginaba en su cabeza y lo que veía ante sus ojos coincidieran era una experiencia desgarradora para ambos. Penn rara vez hecha a perder su intensidad. Se mueve siempre en sus parámetros: en el estudio, con las luces colocadas de una forma concreta independientemente del sujeto; en los viajes, con la luz natural. Esos detalles hacen que su estilo sea único.

Modelo de Issey Miyake. Foto: Irving Penn

IRVING PENN

1966-1967

Un día de 1966, Alexey Brodovitch y yo comimos juntos en un restaurante italiano en el Greenwich Village. Pude percibir que había una especie de nubarrón en su mente. Temí que no volviéramos a vernos de nuevo. Me habló de sus planes para trasladarse a Francia y vivir en la Provenza, donde tenía familia. Conservaba una pequeña propiedad en Oppède-le-Vieux, una cueva que había comprado varios años antes. Su hermano, que era arquitecto, vivía cerca de allí, en Avignon.

El motivo de haberme pedido que quedáramos para comer ese día era anunciarme que la Facultad de Bellas Artes de Filadelfia iba a concederle un doctorado honorífico. Me preguntó si lo recogería por él, y le prometí hacerlo.

Cottage Tulip, New York, 1967. Foto: Irving Penn

1967

En 1967 fotografié una serie de tulipanes, la primera de las siete que hice después, cada una dedicada a una flor diferente. Las fotos se publicaron en los especiales de Navidad de la revista Vogue, desde 1967 a 1973. Ese material se recogió y publicó en forma de libro en 1980.

Foto: Irving Penn

1975

Cuando salía de trabajar en mi estudio y me dirigía a la estación de tren, veía en el suelo los tesoros desechados por la ciudad, intrigantes formas distorsionadas de diferentes colores, manchas y tipografías. Las alcantarillas y canaletas estaban repletas de desechos aplastados y deformados por la lluvia y el tráfico.

Colillas. Foto: Irving Penn

1979-1980

Durante algunos años estuve acumulando fragmentos de materiales que me tenían obsesionado: trozos de cristal, metal, y huesos; un cráneo humano; viejas máquinas de coser; y toda una variedad de polvos.

En 1979 adquirí una cámara de 12×20. Encontré un montón de lentes para utilizarlas con esa cámara. Mi intención era conseguir un negativo de platino de 12×20 en la propia cámara. Conseguimos 32 negativos entre 1979 y 1980. Las impresiones de platino me llevaron un año de trabajo. Cuando las enseñé, admito que me sorprendió la hostilidad que provocaron.

Bodegón con calavera, 1980. Foto: Irving Penn

ALEXANDER LIBERMAN

Lo que yo llamo los ‘instintos americanos de Penn’, mirar las cosas con los ojos del nuevo mundo, fueron lo que le hicieron buscar la esencia de las cosas. Una foto de Penn tiene inmediatez, es impactante, y te da claras señales de qué es lo que quiere comunicar. Penn muestra, exhibe. Usa los contrastes de luz para crear impresiones en la mente del espectador: sombras negras y profundas, luces luminosas. En nuestra época no se toleraban los controlados claroscuros al estilo Rembrandt. Lo que necesitábamos era el blanco y negro del ‘Guernica‘.

Foto: Irving Penn

IRVING PENN

1983

Yves St. Laurent, director artístico de Dior, había venido a nuestro estudio de París en 1957 con sus ayudantes, cuatro mujeres con cara de pocos amigos y vestidas de negro. Varios años después, volvió para posar para Vogue. Mantenía su timidez, pero se le veía más cómodo. Para entonces, era ya el gran St. Laurent y ya no éramos unos completos extraños. Nuestros caminos profesionales se habían cruzado varias veces.

Retrato de Yves Saint Laurent. Foto: Irving Penn

Suzanne Farrell vino para posar en febrero. No conocía su trabajo tan bien como a ella le hubiera gustado, y la noté algo quisquillosa. Además, el traje que vestía era un poco extraño para posar con él. Pero a medida que trabajamos juntos, nuestras dificultades desaparecieron. El posado acabó muy rápido. Lo que ha quedado ha sido un delicado retrato de una hermosa mujer.

Retrato de la bailarina Suzanne Farrell. Foto: Irving Penn

ALEXANDER LIBERMAN

Su necesidad de autenticidad es obsesiva. Una vez pensamos en fotografiar el momento en el que una bandeja llena de vasos caía al suelo. Penn insistió en que solo el mejor cristal de baccarat nos daría la imagen que queríamos, así que al final acabamos rompiendo docenas y docenas de los vasos más caros que había para atrapar el momento en el que se derramaban y rompían.

Foto: Irving Penn

IRVING PENN

1987

Un tiempo después de una retrospectiva que me dedicaron en un museo, me sentía algo vacío y empecé a dibujar y después a pintar, recogiendo los hilos que había ido trazando durante los últimos 40 años. Emocionado con mi nueva libertad, encontré nuevas formas en mi interior, disfruté de colores arbitrarios, del toque del pincel, el recorrido de los pigmentos, la lentitud y la privacidad. Trabajé así durante dos o tres años durante los fines de semana y las vacaciones.

Era inevitable que el péndulo me hiciera volver a coger la cámara.

Dibujo de Irving Penn

ALEXANDER LIBERMAN

Algunas de las imágenes de este libro son dibujos del propio Penn. En ellas vuelve a su impulso inicial. Otro gran fotógrafo, Cartier-Bresson, ha vuelto también a la pintura. ¿Cuál es el poder de atracción que tiene la pintura, la de la mano del hombre imponiendo su trazo, reflejando una visión interna, en oposición a la capacidad de la fotografía para imprimir el mundo real que está en el exterior? Hay una magia hechizante, una celebración, una singularidad en la pintura. La posibilidad de alcanzar lo sublime a través de lo que vemos y de nuestra capacidad para ejecutar torpemente la esencia de uno mismo; la torpeza del trazo manual; la recompensa del sentimiento. La fotografía tiene también su recompensa, pero su esencia es diferente. La fotografía atrapa y fija. Su cualidad es atrapar momentos congelados en la historia, y en el complejo juego de la luz. Una impresión fotográfica tiene una distancia, una cierta ligereza. El desapego se construye durante el proceso de construcción. La manipulación mecánica de las imágenes, la modernidad de los procesos electrónicos no manuales, la habilidad de repetir y reimprimir, permiten que el proceso de creación de imágenes llegue a más público que nunca.

Trabajo para Vogue, 1997. Foto: Irving Penn

IRVING PENN

1991

1991 marca el 50 aniversario de mi encuentro con Alexander Liberman, y 48 años desde que empezamos a trabajar juntos, una relación fructífera y afortunada. Él ha sido un buen amigo, un maestro y una fuente de inspiración. Parte del mejor trabajo para Vogue, aunque lleva mi firma, es en realidad fruto de la especial y cercana colaboración entre ambos. El germen de una idea nacía en él, puede que solo fuera un esquema muy general. Y después yo hacía la foto. Y él la cuidaba con mimo en su camino por el proceso editorial hasta llegar a la página impresa.

Siempre se las arreglaba para encontrar los medios necesarios para llevar adelante los proyectos más complejos y caros. Él sabía, inteligentemente, cuándo protegerme de las dudas y las ácidas críticas de los editores, siempre nerviosos. Cuando metía la pata en un encargo no puedo más que recordar su comprensión y su empatía. Este libro es un homenaje a esa relación.

Foto: Irving Penn

Alexander Liberman

Hay otro Penn detrás de la cámara. Muy dentro de él hay un sentimiento que tiene que ver con el significado más grave de la vida. Después de toda la moda y la gloria, lo que quiere es capturar lo transitorio, lo pasajero, la inminencia de la muerte. Prefiere fotografiar cosas inertes (los maniquíes de un escaparate, las señales que encontramos en las calles atestadas de gente, y la invasión de la decadencia: flores marchitas, fruta podrida, basura, deshechos de la civilización, calaveras, y, finalmente, la tristeza última de la vanidad.

Para mí, después de todos estos años, él aún es, y lo digo siempre con afecto, un toque de humor y respeto, «Mister Penn», a lo que él siempre contesta: «Sí, Mister Liberman». Cuando trabajábamos juntos, un pequeño comentario satírico y divertido aligeraba la tensión que se acumulaba en nuestras largas discusiones.

A medida que veo este libro, reviviendo mucho del trabajo que hemos hecho juntos, (y gran parte de él sin mi intervención), me asombro por la diversidad y el increíble esfuerzo de este hombre por abarcar todos los aspectos creativos. Me da la sensación de estar ante un ojo inquieto, único e implacable que todo lo ve y que nos acompaña en su apasionado viaje por el significado de la vida, sacudiendo esa idea predeterminada que tenemos de la existencia.

Irving Penn, con su cámara

NOTA:

*Los textos están extraídos del libro ‘Passages’ y traducidos y adaptados del inglés al castellano por mí.

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