El fotógrafo canadiense Douglas Kirkland no podía creerlo: tenía 27 años y la revista Look acababa de encargarle fotografiar a Marilyn Monroe, el mayor mito erótico del momento, para el número de su 25 aniversario. Era el año 1961 y Marilyn moriría nueve meses después.

Aquel 17 noviembre llovía y la actriz llegó dos horas tarde. Cuentan que la rubia más famosa de Hollywood le puso tres condiciones a Kirkland para llevar a cabo la sesión: Sábanas blancas de seda, música de Frank Sinatra y una botella de Dom Perignon. Tiene la costumbre de llegar tarde, le dijo el manager de Marilyn al fotógrafo al verlo nervioso, pero siempre aparece.

Y la estrella apareció.

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«El telón se levantaba en una de las noches más increíbles de mi vida. Recuerdo ver a dos asistentes, una para el maquillaje y la peluquería y la otra, supuse, para el vestuario. Marilyn me dio un abrazo rápido y un beso en la mejilla y luego desapareció en el camerino. De pronto, volvió a aparecer, se sentó en la cama, se tapó los pechos y echó a su manager y a su asistente de la habitación. Creo que debería quedarme a solas con este chico, les dijo. Todo el mundo se marchó y nos quedamos solos, Marilyn Monroe y yo. No estaba del todo seguro de lo que esperaba de mí. ¿Qué debía hacer? Me escondí tras la cámara y empecé a disparar».

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Esa sensación de intimidad y cercanía entre ambos, magistralmente manejada por Kirkland, es lo que hace que las fotos de esa sesión sean tan increíbles.

«No tuve que dirigirla, sólo hablamos mientras yo no dejaba de disparar», explica Kirkland. «Coqueteamos el uno con el otro durante toda la noche y es ahí donde está la fuerza de esas fotografías. Marilyn está seduciendo a la cámara (y al fotógrafo), pero lo importante era la cámara».

Durante muchos años corrió el rumor de que entre el fotógrafo y la estrella había habido algo más que una mera sesión de fotos. Kirkland se encargó de desmentirlo: «¿Que si me acosté con ella? Si lo hubiera hecho no hubiera habido fotos. Yo tenía 27 años  pero mentalmente era un chico de 17. Hubo un momento en el que ella sugirió que podríamos hacer algo más que hablar, abrazarnos, pero ahí salió el chico de pueblo que había en mí, hice como que no entendía nada y seguí haciendo fotos».

Al día siguiente de la sesión, Kirkland visitó a Marilyn en su apartamento para mostrarle las fotos. Se encontró con una mujer totalmente diferente a la del día anterior: seria, con gafas oscuras y tapada hasta el cuello. «Parecía deprimida», afirma.

La actriz miró las fotos y una de ellas fue la que llamó su atención, esa en la que aparece de costado abrazada a la almohada. «La miró y dijo, es la que más me gusta de esa chica (habló se sí misma en tercera persona), es la clase de chica que cualquier hombre querría tener en su cama, hasta un camionero».

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Foto: Douglas Kirkland

Kirkland sacó su propia conclusión de su experiencia con Marilyn: «Creo que le gustaban más las sesiones fotográficas que los rodajes de cine. Con un fotógrafo podía vivir y respirar, ser una persona de verdad».

El 5 de agosto de 1962, el día de la muerte de la actriz, Kirkland estaba en París trabajando para Coco Chanel. Vio la noticia en un periódico, el titular decía ‘Marilyn est morte’, y después se lo comentó a la propia Chanel. «Pobrecilla» fue el único comentario que hizo la diseñadora. «Yo no podía creerlo», dice Kirkland, «no podía creer que aquella maravillosa y radiante mujer se hubiera ido para siempre».

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