Lo que más le gustaba al fotógrafo francés Robert Doisneau era fotografiar la vida cotidiana de las personas normales. Así lo afirma en el documental recientemente emitido por La2 de Televisión Española titulado ‘Robert Doisneau, a través de la lente’.

En un momento de dicho documental, Doisneau y la escritora francesa Edmonde Charles-Roux rememoran algunos de los trabajos que hicieron juntos cuando ambos coincidieron en la revista Vogue.

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Robert Doisneau. Autorretrato.

Doisneau entró a trabajar en Vogue en 1949 y uno de sus cometidos era retratar a la alta sociedad parisina. De la mano de Vogue tuvo acceso a las majestuosas casas, los bailes y demás actos sociales de las familias más poderosas y aristocráticas del país, pero, lejos de sentirse atraído por todo aquello, Doisneau lo detestaba. Despreciaba aquella gente y aquel ambiente. «Para mí estar allí era traicionar a los de mi clase», reconoce en un momento del documental.

Hijo de una familia humilde, a Doisneau lo que realmente le gustaba era el París de los callejones y los mercados, el de la gente de los suburbios, y no aquella vida impostada, derrochadora y falsa de la alta burguesía.

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Foto: Robert Doisneau

A una de esas fiestas acudió con Edmonde Charles-Roux, que había entrado en Vogue un año antes que él y que llegaría a ser editora jefa de la revista entre 1954 y 1966, año en el que, por cierto, la destituyeron por publicar en portada la foto de una mujer negra, la it girl de la época Donyale Luna.

Charles-Roux recuerda los apuros que llegó a pasar con la actitud de Doisneau en algunas de esas fiestas de la alta sociedad parisina, y el curioso papel que en ellas jugaba la boina vasca que el fotógrafo acostumbraba a llevar escondida.

Edmonde Charles-Roux: Había sitios muy pijos, como el Jockey Club de París, en los que te hacías el loco. Me decías “lo siento, la cámara no funciona”. Y yo te decía, “Doisneau, por favor, revísala, si no, no podemos volver”. “A ver, que la miro… es el obturador”. Y decías “se ha roto, menos mal que he traído el sombrero”. Y lo usabas para tapar y destapar el objetivo, poniéndolo delante de la cámara y después apartándolo, como un obturador.

Robert Doisneau: Es verdad. Funcionaba. En la intimidad llevaba una boina vasca. Fue una época fantástica, pero tuve que irme antes de que el placer y la comodidad se apoderaran de mí. Me compré una bañera y un coche, no necesitaba nada más en la vida.

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Foto: Robert Doisneau

‘El beso’ y las fotos escenificadas

Pero si por algo es famoso Robert Doisneau, sobre todo para el gran público, no es por usar una boina vasca para salir de más de un apuro, sino por su icónica fotografía “Le baiser de l’hôtel de ville (The Kiss by the Hôtel de Ville), popularmente conocida como ‘El beso’.

La imagen fue consecuencia de un encargo que la revista Life hizo al fotógrafo francés: retratar a las parejas parisinas de posguerra. En un principio, la fotografía no tuvo excesivo éxito. Tomada en 1950, su fama no llegó hasta que en 1986 un publicista logró los derechos para usarla como cartel de una campaña.

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Foto: Robert Doisneau

La imagen de la pareja besándose se hizo mundialmente famosa y se convirtió en todo un icono de la vida en la capital francesa. Todo el mundo la tomó por una escena casual, por un ejemplo más de las maravillas del ‘momento decisivo’ de Cartier-Bresson… hasta que un par de denuncias de personas que aseguraban ser las protagonistas de la foto sacaron la verdad a la luz: que la foto era, en realidad, una escenificación preparada por Doisneau, que contrató a una pareja de actores a los que hizo varias fotos en diferentes lugares hasta obtener el resultado deseado.

Mientras llevaba a cabo aquel trabajo para Life, tuve algunos problemas con la ley. Parece que las personas tienen derechos sobre su propia imagen, y esto a menudo me impedía captar su espontaneidad. Así que solía parar a la gente en la calle y les día y decir: «Me he fijado en ti mientras pasabas, ¿te importaría besarla de nuevo?» Eso es lo que pasó con los protagonistas «El beso frente al Hôtel de Ville», que representaron su beso.

Debía mostrar un aspecto amable de París y para ello presenté pequeñas escenas típicamente «parisinas», como en esos espectáculos de cabaret llamados «París siempre será París». Hoy día pueden parecerte un poco sentimentaloides, pero en aquella época se vendían bien.

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Foto: Robert Doisneau

Los «amantes de Hôtel de Ville» formaban parte de una serie en la que ya había trabajado durante una semana y que tenía que completar con dos o tres fotos de ese tipo. Pero el hecho de que el beso se escenificara nunca me molestó. Después de todo, nada es más subjetivo que el objetivo de la cámara, nunca mostramos las cosas como «realmente» son.

El mundo que estaba tratando de presentar era uno en el que me sentiría bien, donde la gente sería amistosa, un lugar en el que yo donde podría encontrar la ternura que ansiaba. Mis fotos eran como una prueba de que ese mundo podría existir.

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Foto: Robert Doisneau

La búsqueda de la espectacularidad

Frente a quienes criticaban la candidez o ‘blandura’ de sus fotos, Doisneau reivindicaba su derecho a mostrar aquella parte de la vida que le resultaba más amable, que le hacía sentir bien. Un mundo que existía y que estaba ahí para que él lo mostrara, que no era un sueño, sino una vida que era posible vivir y disfrutar. Para fotografiar las desgracias y los horrores de la vida, ya estaban otros.

Lo que veo a mi alrededor me parece más interesante que mi pequeño yo. Preferiría ser un observador… bueno, no, no exactamente un observador, no veo a las personas a través de una lupa, como si fueran insectos. Prefiero ser un hombre de mi tiempo, vivir al mismo ritmo de la gente, compartiendo sus mismas limitaciones. Ciertamente, no fotografiaría a mi esposa en un hospital, eso estaría mal, ni a mí mismo desnudo frente al espejo. No tengo ningún deseo de hacer ese tipo de cosas.

 

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Foto: Robert Doisneau

Durante los últimos años de su vida, Doisneau fue muy consciente de la profusión cada vez mayor de imágenes, y de cómo la necesidad de destacar y llamar la atención llevaba a muchos a valorar más la espectacularidad de una imagen, en detrimento de la calidad o de la propia narrativa fotográfica:

Me pregunto qué será lo próximo con lo que se encuentren los jóvenes. Muchos de ellos ya están buscando algunos trucos que les permitan destacar entre la multitud: algo inteligente y ruidoso, algo que estimule los sentidos de un público demasiado saturado de imágenes. Como aquellos japoneses que dibujan figuras en sus pechos o en sus culos. Prácticamente nacieron con una cámara en la mano, así que, si quieren que sus imágenes se publiquen, están obligados a producir algo realmente impactante.

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Foto: Robert Doisneau

Instinto y libertad

Durante la época que trabajó para Vogue, Doisneau jamás dejó de fotografiar aquello que más le gustaba. El París de la calle. Su instinto y sus ojos no podían dejar pasar aquellas escenas que le hacían apretar el botón de su cámara casi sin darse cuenta.

Doinseau apostó siempre por ese «instinto» del fotógrafo. Y por esos ratos «robados» a los encargos oficiales para seguir retratando la vida tal como la veía y tal como le gustaba que fuera.

El fotógrafo debe absorberlo todo, como un papel secante, dejarse llevar por el momento poético. Su técnica debería ser como una función animal, un instinto, debería ser capaz de actuar automáticamente.

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Foto: Robert Doisneau

No estoy seguro de que la libertad total sea algo tan bueno. Cuando dependes de ti mismo para vivir, aceptas todo tipo de encargos. Pero, mientras trabajas, no puedes evitar mirar hacia la derecha o hacia la izquierda, como si jugaras un juego con las horas de trabajo que le debes a quien te paga y, al final, las fotos que merece la pena conservar son las que le robas a ese tiempo.

Robert Doisneau murió en Montrouge, Francia, el 1 de abril de 1994. Tenía 81 años.

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