Amy Arbus, la menor de las dos hijas de la fotógrafa Diane Arbus, tenía apenas 17 años cuando su madre tomó una sobredosis de barbitúricos y se cortó las venas en la bañera el 26 de julio de 1971. Tenía 48 años y era una reputada (y controvertida) fotógrafa documental. Afortunadamente, ni Amy ni su hermana Doon, 9 años mayor, estaban en casa aquel día y no fueron ellas las que encontraron a su madre.
Amy, atraída desde pequeña por el mundo del arte, evitó la fotografía durante sus primeros años, quizá por querer marcar distancias con su famosa madre y no que tener que soportar inevitables y molestas comparaciones. Sin embargo, acabó aceptando la evidencia, y es que, pese a sus esfuerzos, ella era fotógrafa.
Cuando mi madre murió y mi padre dejó la fotografía para ser actor, empecé a echar de menos estar rodeada de fotografías. Sé que puede sonar estúpido pero era como si ellas fueran la prueba de mi existencia.
Empecé haciendo álbumes con fotografías instantáneas que iba tomando. Un director de arte me dijo un día que yo no era tan buena como mi madre. Aquello me afectó mucho hasta que una mañana, dos años después, me levanté y me dije: “Vamos a ver, nadie es tan bueno como mi madre, creo que puedo vivir con eso”.
Como en el caso de su madre, para Amy la cámara era la herramienta más natural para relacionarse con el mundo, para expresarlo en imágenes, tal y como había visto hacer a sus padres desde que tenía uso de razón. Y la cámara fue también, casi sin quererlo, la que le ayudó a la aceptar la alargada sombra de su madre y enfrentarse al trauma de su repentina y dramática muerte.
Creo que estuve en shock los siguientes diez años. Mi madre no era como las demás, me crio para que fuera totalmente independiente. Con seis años iba andando sola a la escuela en Nueva York. Nunca fui del todo consciente de sus problemas emocionales. Recuerdo sus momentos de euforia pero no los episodios depresivos, supongo que los sufría aquellos días en los que se quedaba en la cama durante horas. Solía decir que estaba pensando.
En 1992, ya con 38 años, asistí a una clase magistral de Richard Avedon en el ICP de Nueva York. Jamás pensé que me aceptarían. Él quería que presentáramos trabajos que rompieran moldes. Hasta ese momento, yo había estado haciendo retratos de moda callejera para el diario ‘Village Voice’, un poco a lo August Sander, de una forma lo más simple y sencilla posible.
Me sorprendió que Avedon me aceptara entre los 16 estudiantes para su clase, y también me emocionó y me asustó, porque sabía que era un crítico de lo más severo. En la primera clase, nos pidió que paseáramos por el aula, dijéramos nuestro nombre en alto y describiéramos una imagen que sirviera como autorretrato, una imagen que nos definiera y que luego tendríamos que representar. Ocho de nosotros describimos a alguien metido en el agua y pensé: «Bueno, esto tiene que querer decir algo. No puede ser sólo una referencia freudiana al sexo».
Me puse a pensar en lo que iba a necesitar para hacer el autorretrato pero, aparte de eso, no era consciente de lo que estaba haciendo. En realidad, no me di cuenta de por qué me estaba autorretratando en la bañera hasta que metí el primer dedo del pie en el agua. Había pasado mucho tiempo desde la muerte de mi madre, 21 años, y fue como si una bombilla se apagara. Pensé: ‘Oh, ya lo entiendo. Allá voy…’
Sentí una montaña rusa de emociones porque, realmente, no sabía muy bien a dónde me iba a llevar todo esto. Tenía 38 años y, de una manera un poco perversa, siempre había intentado imaginarme a mi madre en aquel último momento en la bañera, hubiera querido ver las fotos policiales de la escena. Recuerdo que pensaba solo en cómo me sentía y en cómo mi madre debió sentirse, y también en el tiempo que me había costado poner cuerpo a esa imagen.
Soy plenamente consciente de que los recuerdos cambian con el tiempo, de que muchas veces se basan en las opiniones de otras personas y de que tienen mucho que ver con el estado en el que me encontraba entonces y con el estado en el que me encontraba ahora. Me encantaría decir que aquella sesión supuso una catarsis emocional enorme, pero siento, sobre todo, que hacerlo fue muy importante para mí fotográficamente hablando.
El resultado es una serie de imágenes en las que el encuadre baila y el agua se mueve, resultado las entradas y salidas de Arbus en la bañera. Pero en realidad, nada de eso importa, el objetivo y el mensaje de esas fotografías quedan muy lejos de las formalidades técnicas y estéticas. El propósito está en su mirada, en su gesto, en su forma de abandonarse ante la cámara.
Al revelarlas, me di cuenta de que la luz que había en el baño había hecho que las imágenes resultaran demasiado planas. Tuve que usar filtros de alto contraste y, de repente, el agua se volvió oscura, se veía como si estuviese mezclada con sangre, tal y como me imaginaba que estuvo cuando mi madre se suicidó.
Cuando vio las fotos, a Amy le resultaron demasiado crudas, demasiado directas, le ponían de los nervios, así que decidió no enseñárselas a Avedon y, en su lugar, hacerse otras bailando con la melena suelta. Pero el fotógrafo vio la hoja de contactos y se fijó en las fotos de la bañera.
Su asistente iba una y otra vez a la ampliadora haciendo copias cada vez más grandes, al final parecía que las imágenes de mi cuerpo llenaban todo el estudio.
Richard se acercó a mí y me susurró: «¿Crees que debemos explicar al resto de qué hablan estas fotos?», yo dudé, y él me dijo: «Creo que es mejor que no les digamos nada.
Las fotos de Amy supuran vulnerabilidad. Están hechas con la guardia baja, no hay impostura, y la sutil presencia del agua les da un cierto toque de incertidumbre que acaba resultando un tanto siniestro. Cuando mira directamente a cámara, sentimos que nada nos separa de ella, que estamos en ese cuarto de baño, mirando y observándola.
Después de hacer aquellas fotos, cambió la relación que tenía con los sujetos que fotografiaba. Tras estudiar con Avedon, empecé a dar clases de fotografía. Jamás lo hubiera hecho si no hubiera pasado por ese taller. Me di cuenta de que me tomaba la fotografía mucho más en serio porque había entendido que esta tiene el poder de revelar cómo se siente la gente.
La enseñanza ha sido algo muy importante en mi vida, la mitad de mis amigos son exalumnos o colegas de docencia. Hay mucha soledad en el cuarto de revelado. Esa privacidad puede resultar agónica, sobre todo cuando el resultado de tu trabajo no te llena y ves que no evolucionas. Eso acaba aislándote. Enseñar fotografía es algo fascinante, como lo es saber que he ayudado a mucha gente a hacer mejores fotos.
Cuando me hice aquellas fotos me preocupaba cómo me vería porque no estaba acostumbrada a verme así en absoluto. En mi declaración artística escribí: “Cuando vi las fotografías, me sorprendió y me avergoncé porque eran muy poco favorecedoras. No eran como los típicos desnudos; más que desnuda me veía expuesta, y de una forma cruda. Pero también me di cuenta de que esas fotos estaban llenas de contrastes: resultan cambiantes a la vez inertes, violentas a la que vez sexuales y maternales a la vez que inocentes. No se parecían a nada de lo que había hecho hasta entonces.
Cuando Amy Arbus se hizo esas fotografías llevaba años ganándose la vida con sus fotos. Entre 1980 y 1990 trabajó para el diario de noticias y cultura ‘The Village Voice’ en el que publicaba una sección llamada «On the Street», una página en la que aparecían las fotos de las personalidades y los estilismos más vibrantes y creativos del centro de Nueva York.
Fui al Voice para que me contrataran como freelance y les llevé una serie que había hecho en Boston con una amiga a la que conocí en una tienda de ropa. Esto fue en otoño de 1980. Pedía prestada ropa de la tienda y yo buscaba lugares bonitos para hacer las sesiones. Ella era camaleónica, y eso hacía que pareciera que había hecho las fotos con modelos diferentes. Ese es el portfolio que les enseñé.
Los editores dijeron que querían que alguien hiciera moda callejera y yo dije “genial, perfecto”. Me pidieron que lo hiciera sin cobrar durante tres meses, a modo de prueba, y me horroricé. ¡Necesitaba ganarme la vida! Pero hoy es el día en el que estoy muy agradecida por esos tres meses; necesitaba ese tiempo para averiguar qué estaba haciendo y qué estaba buscando. Quiero decir que estaba un tanto perdida… ¡al principio me dio por hacer fotos en el autobús!
Para encontrar a mis modelos, vagaba por el Village, sobre todo, y buscaba personas que tuvieran cosas en común, ya sabes, algo que tuviera sentido visualmente: muchos lunares o rayas, o gente que llevara sombrero en verano.
Por aquel entonces, no se hacían trabajos de ese tipo. Hoy en día hay muchas cosas similares, pero no había ningún tipo de registro de la escena cultural y social del East Village de aquella época, había grupos de personas particularmente prometedores y un montón de personas talentosas e interesantes.
Recuerdo que en aquella época mi cámara preferida era una Nikon FM2. Era el verano de 1981 y estaba caminando por Broadway en dirección al Village para hacer unas fotos para mi columna. Sabía que la banda The Clash estaba en la ciudad porque tenía entradas para uno de sus espectáculos. Y allí me los encontré, entre la calle 47 y Broadway. Estaban esperando para hacer un cameo en la película ‘King of Comedy’ de Martin Scorsese. No hablé con ellos, algo que no era habitual en mí porque siempre me hacía sentirme más cómoda relacionarme con mis sujetos. Según recuerdo, solo les hice tres o cuatro fotos de ellos y no hubo intercambio de palabras. Estaban muy ocupados esperando.
Las fotos que Amy Arbus hizo en Nueva York durante aquellos años de consideran hoy en día un documento especialmente valioso porque recogen la moda y costumbres estilísticas de una época que no volverá jamás.
Para seleccionar a quién fotografiar, me dejaba llevar por el instinto. Antes de empezar a trabajar para Voice, iba haciendo fotos sin saber si de antemano si alguien me las compraría, hasta que me dijeron que estaban buscando un fotógrafo de moda callejera. Querían que fotografiara a cualquiera cuyo estilo llamara la atención, que la gente volviera la cabeza para mirarle o que tuviera un aspecto peculiar. El listón fue subiendo años tras año porque cada vez les llevaba gente con combinaciones de ropa más extravagantes y extrañas. La gente se vestía mucho más punk y andaba por ahí tranquilamente. Así que los de Voice se sentían decepcionados si no me superaba a mí misma con cada entrega.
Mis padres empezaron como fotógrafos de moda, y yo, irónicamente, coqueteé con la moda durante los años 80 y acabé haciendo retratos. Aquello era ir contra corriente porque los fotógrafos de moda ganaban mucho más dinero. Pero mi trabajo ha evolucionado mucho desde entonces y es mucho más mío. Me dedico a la enseñanza y conozco gente cuyo trabajo tiene mucho más que ver con el de mi madre que con el mío. Así que, por supuesto, me encanta que me comparen con ella, pero siento que yo tengo mi propia voz.
A mi madre le encantaba fotografiarme y yo sentía que era la cosa más increíble y amorosa para un niño. Me encantaba posar para ella. No recuerdo que me dirigiera mucho, pero ella me fotografió saltando la cuerda, en el autobús y caminando por la calle. Recuerdo que, cuando cumplí 13 años, dejó de hacerme fotos y aquello me rompió el corazón. Creo que yo estaba pasando por una etapa incómoda.
En la foto que me hizo saltando a la cuerda, llevaba un vestido de primavera que era muy lindo, femenino y ñoño, a diferencia de la mayoría de las cosas que solía llevar entonces. Fui a la Little Red Schoolhouse; una escuela en la que a las chicas nos dejaron usar jeans azules antes que a nadie. Aquello era algo inaudito.
Lo mejor de mi trabajo de aquella época está recogido en mi segundo libro, ‘On the Street 1980-1990’, en cuya portada aparece la foto que le hice a Madonna en 1983, justo antes de que saltara a la fama.
Por aquel entonces ella iba por la calle como todo el mundo, aún usaba su apellido, y no solo el nombre. Cuando le pedí hacerle una foto y le dije que trabajaba para The Voice, me contestó: «Oh, trabajas para ellos, qué coincidencia, justo esta semana van a escribir sobre el que va a ser mi primer single”.
La recordaba del gimnasio al que íbamos, y aquello me llama la atención porque no sé cómo demonios nos arreglábamos entonces ninguna de las dos para pagar las cuotas de miembro. Ella solía sentarse en el vestuario, desnuda, y estaba así más tiempo que el resto de mujeres. Simplemente se sentaba allí mientras todas los demás nos cambiábamos de ropa, ¡y lo hacía porque ella tenía el mejor cuerpo de todas!
Hace poco revisé mis contactos y vi que necesité seis fotos para conseguir esa imagen. Creo que hay algo profético en la expresión de su rostro, es como si tuviera la sensación de saber lo que le espera.
Lo cierto es que antes y después del episodio catártico de la bañera, la huella de Diane Arbus ha estado muy presente en el trabajo de su hija Amy. Sus retratos hechos en las calles de Nueva York durante la década de los 90 recuerdan al estilo de su madre. No en vano, Amy reconoce haber buscado y escogido a personas que, por una u otra razón, llamaran la atención, “que hicieran que la gente volviera la cabeza para mirarlas”, según sus propias palabras.
Sin embargo, como fuente principal de inspiración para este trabajo Arbus no cita a su madre, sino que nos remite a los retratos callejeros de Jacques Henri Lartigue en el París de comienzos del siglo XX.
No sucede lo mismo en otro de sus trabajos más personales llamado “The inconvenience of being born” (El inconveniente de haber nacido) en el que el punto de partida fue la famosa foto que Diane Arbus sacó al no menos famoso presentador Anderson Cooper cuando era un recién nacido.
Para ‘Ladies at night’, su trabajo más controvertido en el que fotografía prostitutas desde lejos y a escondidas, Amy Arbus se basó en las fotos nocturnas de Bill Brandt pero, sin duda, otro proyecto que recuerda a su madre es ‘Outsiders’, sobre gente que vive en la calle. Cuando habla de él, Amy afirma querer “ver la belleza en los lugares en los que la mayoría de la gente no la ve”, una frase que nos remite fácilmente a su madre, cuando se refería a los frikis a los que fotografiaba como “aristócratas de la vida”, personas que, pese a estar muy lejos de su círculo social (Arbus nació en una familia acomodada) tenían su dignidad y su amor propio, como cualquier otra persona. Ella así lo veía y así quería reflejarlo con su cámara.
Pero sería injusto decir que todos sus trabajos recuerdan a su madre. Entre los más originales está “After Images”, en él Amy Arbus se inspiró en pinturas icónicas de artistas como Picasso, Cezanne, y Modigliani, y las reinterpretó en fotografías. Para ello pintó trajes, accesorios y a propios modelos. El fruto de ese mestizaje artístico es una serie de imágenes híbridas que desafían la delgada línea que separa pintura y fotografía artística.
La figura de Richard Avedon es otro de los elementos que mantiene el trabajo de Amy ligado al de su madre. Avedon fue el gran mentor de Amy; de hecho, tras el curso en el que fue su profesor, el fotógrafo neoyorkino escribió sobre Amy y su serie de fotos en la bañera en el número 151 de la prestigiosa revista Aperture.
Pero antes de eso, y durante años, Avedon y Diane Arbus se profesaron admiración mutua. Se conocían personalmente, e incluso Avedon hizo que algunas revistas le hicieran encargos a Diane. Cuando la fotógrafa se suicidó, su hija mayor, Doon, llevaba tiempo trabajando de asistente personal de Avedon, cuando la muerte de Arbus se hizo pública, ella y Avedon se encontraban trabajando en París.
Muchos, como aquel primer director de arte que vio las fotos de Amy Arbus cuando empezaba, pensarán que, efectivamente, no tiene el talento de su madre, pero ¿acaso alguien más lo ha tenido? Diane Arbus es una fotógrafa convertida, por derecho propio, en leyenda, pero una leyenda no solo sustentada por su talento sino por la época y el momento en el que desarrolló su trabajo. Diane es lo que es en la historia de la fotografía no tanto por hacer algo que nadie había hecho sino por hacerlo como nadie antes lo había hecho. Y eso, como su personalísima mirada, es algo irrepetible y, pese a que hay quien lo ha intentado, inimitable.
Ciertamente, ciertos trabajos de su hija Amy remiten a los de su madre. Sería casi un milagro que no lo hicieran. Porque es su hija y porque, no lo olvidemos, hasta los 17 años creció día sí y día también rodeada de la obra de su madre.
Amy Arbus no tiene que justificar la influencia artística de su madre, pero desdeñarla también sería un error. Ella, hasta el momento, en un ejercicio de coherencia y honestidad, jamás lo ha hecho. Tal y como descubrió aquella mañana tras dos años de lamentarse por no estar a la altura de su madre, “nadie es tan bueno como ella, y puedo vivir con eso”.
El mismísimo Richard Avedon, a la salida del funeral de Diane, al que acudió con el círculo más íntimo de la fotógrafa, dijo: “Hubiera dado cualquier cosa por ser como ella y tener su talento”. El también fotógrafo Fred Ebertasdt, que estaba a su lado y conocía muy bien todo lo que Diane había sufrido en vida, le contestó: “No, no lo hubieras hecho”.
El legado de Diane Arbus está controlado desde su muerte por su hija mayor Doon, escritora y periodista, que es la que se ha encargado de gestionarlo y administrarlo. Preservarlo es su manera de honrar la memoria de su madre. Amy, la menor, ha hecho lo propio, pero a través de sus fotos.
Libros recomendados:
Inconvenience of being born, de Amy Arbus
After Images, de Amy Arbus
On the street, de Amy Arbus
Gracias
De nada 🙂
Es cierto que no tiene la calidad de su madre, lo dijo Avedon. La imita, no hace nada nuevo, no busca como su madre, da vueltas sobre ese mismo tema que a Diane la hizo única, y sigue dando vueltas.
Supongo que no es fácil ser hija de Diane Arbus cuando tienes una misma pasión, la fotografía, y unos intereses tan parecidos.
Todos los reportajes son excelentes, serios y bien documentados. Me alegro de haberlos leído
Mil gracias, Oscar! 🙂
Una fotógrafa fascinante.. pero no, no envido su vida, sólo sus fotos 🙂 Había visto algo del trabajo de la hija, pero es imposible que algo crezca en esa sombra tan tupida.
Me gustan mucho las referencias que pones, como enlazas estilos e ideas, amplían el horizonte…
Muchas gracias! Me alegro de que te haya gustado el post 🙂
Como soy un gran admirador de Diane Arbus, he vuelto a leer y mirar este excelente trabajo y pienso que una de las fotos está retocada o, por lo menos, manipulada. Puedo estar equivocado, para esto le escribo. Uno de los autorretratos tiene una amplia apertura de piernas en la bañera y el bello púbico cubre tanto que no parece real, es tanto y tan largo que me parece colocado para no mostrar lo que debería verse. Sin ánimo de polémica ni algo similar, con todo el respeto por su trabajo. Pero me parece que si se ve algo, así es la foto, somos adultos, es arte fotográfico, así salió la foto, así debería verse. Y si no, no se publica. No digo con esto que si hubiera habido retoque lo haya hecho usted, quizás la misma autora lo hiciera, (repito: siempre y cuando yo estuviera en lo cierto). Espero me de su opinión, un saludo cordial
Hola, Oscar.
He vuelto a mirar las fotos y… No veo nada raro en su vello púbico. Es de lo más natural, el vello púbico de las mujeres (sin depilar, sin retoques) tiende a ser así, irregular, abundante y tapando zonas más extensas de las que muchos creen, independientemente de que algunas lo tengan de otro color o en menos cantidad. Que yo sepa, ella no lo retocó, ni yo, por supuesto, tampoco. De todos modos, mi opinión es que también en el caso en que lo hubiera retocado, tiene todo el derecho a publicar las fotos (y más, permíteme el añadido, tratándose de su foto, su cuerpo y su pubis). Hoy en día muchas de las fotos que se publican (y que se exhiben en galerías de arte, museos, etc) están no solo retocadas sino, incluso, manipuladas. Y mi opinión es que por eso no son menos arte. Retocar y manipular una imagen, y hacerlo bien, puede ser parte del propio proceso creativo y añadir significado y discurso a una obra. Eso si, como en todo, siempre que se haga bien y que no se oculte que la imagen se ha retocado.
Gracias por tu comentario.
gracias por tu respuesta., se me ocurren dos cosas: una, que si el autorretrato incluye sus piernas abiertas estando desnuda, da que pensar en su personalidad, ya que los autorretratos no suelen ser tan íntimos, pero cada uno muestra lo que quiere. Y en cuanto a los retoques y manipulaciones, también lo hacíamos en la ampliadora, excepto Diane Arbus, que encuadraba en la cámara y copiaba el negativo entero, cuadrado. Eso es lo que admiro de su trabajo, ser original en los temas y en las formas. un saludo cordial
Hola, Oscar. Amy Arbus no es la primera fotógrafa, y sospecho que tampoco será la última, en retratarse con las piernas abiertas estando desnuda. No comparto tu opinión de que eso «da que pensar en su personalidad, porque los autorretratos no suelen ser tan íntimos», creo que eso es simplificar mucho las cosas, además de una visión errónea de la historia del autorretrato. Un desnudo o autorretrato con las piernas abiertas puede significar muchas cosas (provocación, vulnerabilidad, autoaceptación, búsqueda de identidad, reafirmación, experimentación…), y eso es lo hermoso de que haya esa diversidad, independientemente de cómo tengan las piernas o el vello púbico. Creo que juzgar a una persona (y a una fotógrafa) basándose en eso resulta injusto y reduccionista, porque te hace dejar de lado un montón de detalles y matices que son, muchas veces, los que te ayudan a comprender la obra y al artista.
Un saludo.
Gracias por descubrirme la fotografía de la hija de una de mis fotógrafas favoritas.
Una pena que siga habiendo gente que se asuste ante la visión del vello púbico femenino, salvaje y al natural.
Me alegro de que te haya gustado el post. Gracias por tu comentario!
Simplemente hermosa y profunda esta investigación…
Gracias, Jorge 🙂