Muchos de nosotros tenemos una imagen que, en un momento de nuestra vida, nos fascinó y quedó grabada en nuestra mente. En algunos casos, incluso, esa imagen en particular hizo que fotógrafos mundialmente reconocidos optaran por la fotografía como medio de vida. Le sucedió a Henri Cartier-Bresson con una foto de Martin Munckácsi, la de los tres chicos en el Lago Tanganica, y Nadav Kander, el gran retratista y paisajista de origen israelí, no es ninguna excepción. Desde los 11 años, este fotógrafo, uno de los principales referentes de la fotografía contemporánea, tiene una imagen grabada a fuego en su mente. Y, curiosamente, como veremos, toda su fotografía parece emanar de la misma.

Desde que comencé a hacer fotos con 13 años, siempre he seguido el mismo camino. Siento que no me he desviado ni lo más mínimo. Todavía necesito de mi trabajo para tocar esas cuerdas internas que siempre he deseado tocar, y eso es algo por lo que siempre me he esforzado. Mis fotografías (por muy diferentes y variadas que puedan parecer) vienen del mismo lugar interno. Es como si regresara a una realidad a cámara lenta que es muy hermosa e importante para mí, una realidad ralentizada, tranquila y ligeramente inquietante que alude a lo que sucede bajo la superficie de eso que ves en un primer vistazo. Lo inconsciente necesita expresar aquello que le resulta significativo y profundo, y eso nunca desaparece. He probado muchas formas de revisitar ese lugar, de llegar a él por diferentes direcciones.

Recuerdo un poster que elegí para mi habitación cuando tenía once años. Más tarde averigüé que era una reproducción de una pintura de Dominique Appia. En ella se ve una habitación de una vivienda urbana con un fuego bajo.  Pero lo que me atraía tanto de ella era que representaba una habitación de otro mundo, mitad normal y ordinaria, mitad irreal. Era como si la habitación fuera un paisaje. Parte del suelo lo constituían las olas del mar, que estaba dentro y fuera de la habitación. Lo recuerdo como si fuera ayer: una chica sentada leyendo sobre la tarima con solo la mitad de su cuerpo presente, como si Appia hubiera olvidado pintar la otra mitad. No me fijé en este detalle al principio. Creo que la sutileza con la que está pintada te permite sumergirte en esa obra por más tiempo. Añade capas de significado y posibilita una relación entre el espectador y la pintura.

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«Entre los agujeros de la memoria», de Dominique Appia

El cuadro se llama «Entre les Trous De La Memoire» (Entre los agujeros de la memoria) y Appia lo pintó en 1975. Es la obra más conocida de este pintor surrealista suizo nacido en 1926. Es una imagen que recuerda a alguna de las obras de Salvador Dalí y, como sucede todas las del surrealismo, está abierta a múltiples interpretaciones ya que, además de analizarla en su conjunto, cada uno de sus componentes abre la posibilidad a interpretaciones diferentes e independientes entre sí. Pero ninguno de los elementos está representado ni es fruto del azar, ni mucho menos, como tampoco lo es el título. La hoguera de libros central, por ejemplo, junto con la referencia a la memoria en el título, nos llevan directamente a la famosa novela “Fahrenheit 451” de Ray Bradbury, en la que todos los libros son destruidos en un intento de despojar a la sociedad de las enseñanzas del pasado.

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Detalle de la pintura de Appia

Publicada en 1953, la historia nos sitúa en una sociedad estadounidense del futuro en la que los libros están prohibidos y existen grupos de “bomberos” que se ocupan de quemar todos los que encuentran. El protagonista es uno de esos bomberos que, cansado de ejercer de censurador del conocimiento, decide renunciar a su trabajo y se une a un grupo de resistencia que se dedica a memorizar y compartir las mejores obras literarias del mundo.

En este sentido, se puede entender la pintura de Appia como la representación de la pérdida y la alteración de la memoria: Los cuerpos de las niñas, apenas perfilados, el espejo que refleja un cielo vacío con una fotografía medio caída, el cuadro torcido de la torre de Pisa, el mar que empieza a invadir la habitación y amenaza con llevarse todo por delante, los libros ardiendo,  las ramas del árbol desnudas, sin hojas, el hielo que parece derretirse y mutar en rocas, el rostro pétreo e inanimado que nos mira pero del que solo vemos la mitad, el globo que se aleja cargado de las pocas plantas que parecen haber escapado al hielo, la actitud contemplativa y ensimismada de la niña de la izquierda, el último esfuerzo de la otra por “robar” un rato de lectura… Todo nos lleva a aquello que se nos desvanece, se nos oculta, y se transforma perdiéndose para siempre. ¿Acaso no es eso lo que sucede con la memoria?

Los retratos y los paisajes de Nadav Kander, dos campos en los que es un referente y un auténtico maestro, tienen esa atmósfera psicológica de quietud, de algo que se desvanece, de memoria vacía, inestable, líquida… Es esa constante alusión hacia lo que está debajo de lo que vemos, ese misterio, ese “algo” desconocido que nos atrae casi tanto como nos inquieta.

Nadav Kander

Gregory Crewdson y Gabriele Croppi son otros de los fotógrafos a los que ya he dedicado sendos posts y que trabajan con maestría este tipo de atmósferas y sentimientos, cada uno en su estilo. De algunas de sus fotografías emana el mismo sentimiento de aislamiento y soledad que percibimos al mirar las de Kander. Y es que la soledad y el distanciamiento tanto físico como psicológicos del individuo moderno es uno de los temas que inspiran muchos trabajos fotográficos que se hace hoy en día.

Esta similitud compositiva y temática, que no estética, entre Kander, Crewdson y Croppi no es casualidad y la explicación está, una vez más, en la pintura. En el caso de Croppi, por ejemplo, el fotógrafo italiano ha admitido en más de una ocasión su admiración por la obra de Giorgio de Chirico, pintor italiano creador de la “Pintura metafísica”, corriente que fue clave en el desarrollo del surrealismo y del Dadaismo, movimiento que también fascina a Kander.

Más tarde, en mi adolescencia, me maravilló descubrir el movimiento Dada. Me topé con aquellos artistas que era tan libres como incontrolablemente expresivos. Sus trabajos eran surrealistas, pero no perfectos. Quiero decir que no estaban bajo el yugo de la perfección y yo sentía que eso hacía que el espectador pudiera sentir a la persona que sostenía el pincel, la cámara o las herramientas para esculpir. Me gustaba lo extraño e inquieto que aquel arte me hacía sentir, como si al mirar aquellas obras estuviera rodeado de espíritus.

Hace un tiempo fui a una exposición de la pintora Dorothea Tanning y comprobé que estuvo muy influida por el Dadaísmo. Bueno, fue más que eso, ¡hasta se casó con Max Ernst! Fue maravilloso encontrarme allí con su Aurretrato de 1944, una obra que yo jamás había visto. Me quedé alucinado al darme cuenta que, en cierto nivel, estábamos realmente conectados en nuestra necesidad de expresar ese algo de otro mundo o aquello que habita en nuestro subconsciente. Lo que me hizo pensar en ello fue el parecido de su cuadro con dos de mis fotografías: ‘She once held an oar’, de mi serie “Dust”, y ‘Diver’, de “God’s Country”. Las tres imágenes muestran a un ser humano solitario en mitad de un paisaje. Es un mundo hermoso, pero en él subyace la soledad, o puede que la excitación previa a un viaje. Yo, el espectador, soy como un voyeur tras una figura que mira más allá, hacia el mundo, pero dentro de la escena. Los mundos paralelos que ocupan este tipo de imágenes está muy presentes, son muy visibles para mí.

Bajo la belleza de la superficie, hay una especie de llamada existencial que toca cuestiones como el destino y lo desconocido. Los trabajos de Hans Bellmer, Man Ray, Raoul Hausmann, Dalí y Hans (Jean) Arp han tenido una gran influencia en mí. Aunque mi trabajo no es de corte surrealista, lo que siento al ver la obra de estos artistas es algo que siempre he estado buscando. Por ejemplo, las esculturas de Jean Arp fueron de gran ayuda cuando comencé a fotografiar los desnudos que constituyeron la serie “Bodies – 6 Women, 1 Man”.

En «Bodies. 6 women 1 man», los modelos parecen evitar mirarnos, creo que es una forma de permitirnos mirarlos y, al mismo tiempo, volvernos hacia nosotros mismos y mirar hacia nuestro interior. Si nos mirasen directamente, se harían con toda la foto. Darse la vuelta es lo puesto a la desnudez. Es como el puente roto sobre el río Yangtze, una forma de mostrar vulnerabilidad.

No hay nada de erotismo en los trabajos sobre el desnudo que yo aspiro a hacer. Pienso en Kertész, Muybridge, Friedlanderlos desnudos más honestos que jamás he visto, y también los de Brandt, que habla de una forma muy hermosa sobre la atmósfera como el hechizo que proporciona belleza a un lugar común. Habla de las cosas que no puedes ver pero que puedes sentir en sus fotografías, y a mí siempre me ha encantado eso de él.

La fascinación de Kander por la desnudez entendida como exaltación de la forma, cuerpos que reivindica ocultando los rostros en casi todas las imágenes, nos remite fácilmente al cuadro de Appia. De forma directa a los cuerpos carentes de forma del cuadro, con los contornos borrados y fusionados con el fondo. Es como si Kander intentara reparar esa “carencia” que estuvo observando durante años en la pintura colgada en la pared de su habitación.

El blanco de los cuerpos nos remite, además, al blanco gélido del hielo representado a la izquierda de la pintura. Un blanco níveo, puro, cuya presencia en la que se adivinan ligeramente los contornos de los bloques de hielo parece casi amenazante. Son como los pliegues del cuerpo de las modelos en ‘Bodies’, cuyos pliegues parecen casi perderse en la blancura, son sutiles, efímeros, desaparecerán al menor movimiento o perturbación…

Esa sensación de imagen o presencia desvanecida y efímera es una de las características de la obra de Kander. No solo de percibe en su particular forma de presentar y mirar los cuerpos en ‘Bodies’, el fotógrafo, inconscientemente, reproduce el mismo tipo de imagen en la fotografía de un puente roto sobre el río Yangtze.

Esa memoria que se escapa y se transforma inexorablemente en la pintura de Dominique Appia genera sensaciones que no nos son ajenas: inseguridad, desorientación, inquietud, imprevisibilidad, temor… Esos recuerdos que se pierden fácilmente en la fragilidad de la memoria son formas diluidas y ocultas por una balsa de agua que parece absorberlo todo. Es ese agua que en el cuadro va invadiendo la estancia en la que están las dos niñas, ese hielo que muta en roca que las acecha, ese fuego que quema el conocimiento, las experiencias y los recuerdos… El agua arrasará con todo. Y esa imagen permanece en la mente de Kander.

Scottie Pippen, por Nadav Kander

Siento una gran atracción por el agua, y especialmente por el agua oscura y por todo lo que hace referencia a lo desconocido. Cuando hacía fotos en el río Yangtze, en China, mostré la pequeñez de los seres humanos ante el paisaje que nosotros mismos hemos alterado tan drástica y dramáticamente. Y ahí es donde encajan los retratos de la gente, porque, de alguna manera, un retrato es una versión recortada y a poca distancia de una figura en un paisaje.

Eddie Redmayne, por Nadav Kander

Un retrato es una forma de echar una mirada a algunas de nuestras facetas. Hay un valioso y precioso parpadeo de entendimiento, o de lo contrario, que se aprecia durante lapsos muy cortos de tiempo y que después desaparece. Esos instantes, que debo ver e intentar fotografiar, son muchas veces respuestas a la luz o la atmósfera que crea esa luz. Tengo que intentar verlos como una imagen que posee aquello que yo amo y busco: profundidad de sentimiento, vulnerabilidad y equilibrio, orgullo, alma. Necesito reconocer algo más que el momento presente. No es algo fácil de explicar con palabras.

Muchos de los retratos de Kander parecen, de hecho, paisajes. La luz, la propia composición, la atmósfera… es más de paisaje que de retrato convencional. Esto vuelve a remitirnos al cuadro de Appia, al rostro pétreo y gigantesco que se oculta parcialmente tras la chimenea. Se trata de un busto en cuya parte superior, y a modo de cabello, brotan hojas y pequeñas ramas. Es la representación gráfica de la fusión de un elemento claramente paisajístico (la naturaleza) con el que es elemento principal en la práctica totalidad de retratos (el rostro y, por añadidura, la mirada). Este busto semioculto simboliza perfectamente la fusión de los dos grandes ejes temáticos de la obra de Kander: el paisaje y el retrato.

Detalle de la pintura de Appia

El nexo común que une todo mi trabajo es la búsqueda de esa paradoja que muestra lo que es ser humano. Mis paisajes son hermosos al mismo tiempo que expresan que algo no va bien de una forma muy sutil. Siempre he querido hacer desnudos, pero no por su efecto erótico. Lo que me interesa es mostrar algo manifiesto y descarnado. Utilizo la desnudez para mostrar ese sentimiento de estar expuesto o, si quieres, para mostrar la verdad. Para crear una atmósfera.

Hay una tendencia en fotografía que se empeña en mostrar hasta el más mínimo detalle, hasta el último pelo. La forma de llamar la atención con eso es ponerte muy muy cerca. Yo quería avanzar, ir más allá, dejar que estos trabajos se centraran más en la forma, la composición y el desapego, en lugar de mostrar cada centímetro de carne. No creo que se trate de la desnudez en sí, sino de cómo nos hace sentir la desnudez, cómo la sentimos nosotros.

‘Bodies. 6 women 1 man’, de Nadav Kander

Los retratos son la continuación lógica de los paisajes. Cuando empecé con la fotografía de paisajes, me di cuenta de que lo que yo buscaba no era el paisaje natural, salvaje, sino el paisaje modificado por el ser humano. Me centré entonces en una naturaleza más oscura, en esa ambivalencia destructiva que tenemos hacia nuestro entorno, pero lo hice envolviendo las escenas en belleza a través de aquellos elementos compositivos que, a través de la forma, el color y la relevancia, tuvieran un efecto en mí que fuera independiente de aquello que estaba mostrando.

Cuando estoy frente a una persona (o un paisaje, da lo mismo), no hay nada que ocupe mi mente. Me dedico a mirar con tanta concentración que a veces me parece que estoy a punto de explotar. Quiero que algo se revele, y que, cuando yo apriete el obturador, ese algo se convierta en una imagen que me sacuda y me perturbe. Para conseguirlo, tengo que dirigir a la gente de una forma muy suave y muy sutil, y crear la luz apropiada para que también ellos experimenten algo por sí mismos. Cualquier frivolidad de cara a la galería no funcionará, nunca lo hará, y sería muy evidente. Tiene que ser algo solo entre ellos y yo. Solo cuando se hace todo bien se consigue que el espectador se implique y se forme un triángulo entre el artista, el sujeto y el propio espectador. Cada uno es parte de un todo.

Otra de las características de los retratos de Kander, además de tener ese aire que va más allá del propio retrato y parece fundirse con la lógica paisajística, es que muchos de sus retratados no miran a cámara. Es con ese esquivar la mirada directa al espectador como consiguen su fuerza, esa sensación de aislamiento, soledad y sufrimiento interior. Dirigen su mirada fuera del encuadre, como la niña de la izquierda en el cuadro de Appia, o la mantienen baja, como la de la niña de la derecha. Evitan, de alguna forma, que accedamos a du interior a través de su mirada, nos dejan un vacío, un hueco que acabamos llenando con volviendo la mirada hacia nosotros mismos e interpretando su inquietud a partir de la nuestra. Kander huye, siempre que puede, de la mirada pétrea del busto del cuadro de Appia. Esa mirada directa y escrutadora se la reserva muchas veces para sí mismo, desde su posición como fotógrafo, tras el visor de su cámara, con parte de su rostro oculto… exactamente igual que el del busto que nos escruta desde el lienzo.

No hago fotos para contar historias. Las hago para hacer posibles las historias. En otras palabras, el espectador, si mira una foto el tiempo suficiente, se convierte en el autor del significado de la obra, añadiéndole sus experiencias y sus propias vivencias. El espectador reconoce algo que ve impreso en este papel de un milímetro de grosor y responde a ello, no con una reacción de tipo intelectual, sino desde la emoción, porque mira desde su propia historia. Para mí esta relación es fundamental, y muchas veces se pasa por alto o se malinterpreta porque mucha gente aún considera la fotografía como una forma de documentar un suceso. Lo es, pero no es solo eso.

Quizá, si sustituyo la palabra “fotógrafo” por la de “poeta” esto se entienda mucho mejor. Aceptamos que, cuando se trata de poesía, cada cual encuentra su propio significado y su perspectiva es única y personal. Ni más ni menos válida que la tuya o la mía.  Creo que eso mismo puede aplicarse a la fotografía. Aspiro a que cada espectador disfrute lo suficiente con mis retratos como para dedicarles un tiempo y crear su propio significado.

Los retratos y paisajes de Kander, como el propio cuadro de Appia, están hecho no para mirarlos, sino para contemplarlos y leerlos. Exigen tiempo y, a cambio de él, proporcionan uno de los mayores regalos y satisfacciones que puede tener un espectador: diferentes lecturas, diferentes capas que se revelan, historia y frases que se van entralazando… La experiencia del espectador de las fotografías de Kander es una experiencia completa: se busca, se descifra, se lee, se descubre, se relata. Es un juego de construcción/deconstrucción constante.

Y en cada capa hay una pincelada del cuadro de Appia. Como si Kander hiciera un ejercicio constante de moverse entre esos agujeros de la memoria del cuadro, como si los llenara (o intentara llenarlos) una y otra vez con pequeños guiños, como si esa memoria que se desvanece en el cuadro hubiera ido impregnando todas sus imágenes.

¿Acaso no ese fondo azul-verdoso de algunos de sus retratos no es un calco del agua del mar que parece colarse en la habitación del cuadro? ¿O el vacío del espejo reflejando el cielo azul no está presente en sus paisajes de agua y cielo? ¿No buscamos en ellos instintivamente una huella humana, una presencia afín, como la de la fotografía que parece olvidada y a punto de caer? ¿No es su fascinación por el río Yangtze y sus barcos una reminiscencia de ese gran mar del cuadro sobre el que se posa un gran buque? ¿No son las ramas de ese árbol desnudo las que hacen sombra al busto de Rosamund Pike? ¿No es el fuego que quema los libros (y la memoria) el que parece alumbrar algunos de sus retratos? Basta un pequeño repaso a las fotografías de Kander para percibir la presencia del cuadro de Appia una y otra vez.

Estoy enormemente agradecido a mis influencias, pero son solo eso, puntos de referencia, un trampolín desde el que impulsarme. Soy consciente de que hoy en día existe una gran tentación de apropiarse del trabajo de otros creadores porque hay muchos grandes trabajos, pero los dadaístas, por ejemplo, no copiaban, se dedicaban a inventar y a que sus errores les guiaran a sus siguientes decisiones. Eso es a lo que yo aspiro, y a veces lo consigo. Es como encontrar el punto dulce de tu raqueta de tenis, lleno de poder y energía.

Kander, sin duda, encontró hace tiempo ese punto dulce y lo utiliza con inteligencia y acierto cuando mira a través de la cámara. El suyo es uno de los mejores ejemplos del poder de las imágenes, y lo expuestos que estamos a su presencia e influjo desde niños. Contemplar el cuadro de Appia durante años en su habitación modeló no solo su forma de leer las imágenes, sino también de construirlas y de interrelacionarlas en su memoria visual. Kander interiorizó y aprendió el lenguaje de ese cuadro, sus elementos, sus metáforas, sus historias, sus sentidos, su manera de construir y evocar significados… Todo eso queda plasmado en los sentimientos, sensaciones e impresiones que en nosotros provocan sus imágenes, porque es ahí, precisamente, donde está el andamiaje sobre el que se sostienen sus imágenes y, por extensión, su discurso y su voz.

Encontrar las analogías entre el cuadro de Appia y el trabajo de Kander ha sido una sorpresa y un ejercicio visual de lo más gratificante. Casi mágico. Ha sido el propio cuadro, con sus múltiples elementos, combinaciones y contextos visuales el que me ha guiado en este viaje. Miraba las fotos de Kander y ellas mismas me remitían al cuadro una y otra vez. Al final, la potencia visual y narrativa del cuadro me ha hecho analizar las fotos de Kander como si ellas mismas fueran cuadros surrealistas; fragmentando sus elementos tal y como el propio lienzo de Appia se iba fragmentando ante mí, casi como por arte de magia. Y es que es así como parece funcionar la mente de este genial fotógrafo cuando se pone tras la cámara.

Kander, al poner al mismo nivel paisajes y retratos, nos invita a contemplar sus fotos, a respirar hondo e ir desentrañándolas poco a poco, tal y como hacemos cuando nos encontramos ante un paisaje. En el caso de sus fotos, solo mirar no es suficiente. La vulnerabilidad y la belleza, dos de los ejes centrales de su obra, necesitan impregnar y calar para ser asimilados, y Kander, con su magnífica obra, nos invita a enfrentarnos a ellas.

El imaginario popular borra toda sombra de nuestra existencia, pero la verdad es que no hay salud sin enfermedad, ni vida sin muerte, ni belleza sin imperfección. Donde quiera que me encuentre, mis fotografías buscan mostrar esa sombra y esa vulnerabilidad que habita en todos nosotros, y es esa vulnerabilidad la que me resulta tan hermosa.

NOTAS

  • Las palabras de Nadav Kander están tomadas de las entrevistas que aparecen en los libros «The Meeting» y «Bodies. 6 women 1 man» y han sido traducidas del inglés por mí.

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